La advertencia
Oyendo llorar al pequeño, el de cuatro meses, la madre corrió a la cuna, desabrochándose ya el justillo de ruda estopa para que la criatura no esperase. Acurrucada en el suelo, delante de la puerta, a la sombra de la parra, cargada de racimos maduros, dio de mamar con esa placidez física tan grande y tan dulce que acompaña a la vital función. Creía sentir que un raudal tibio e impetuoso salía de ella para perderse en el niño, cuyos labios inflados y redondos atraían tenazmente la vida de la madre. La tarde era bonita, otoñal, silenciosa. Sólo se oía el silbido de un mirlo, que rondaba las uvas, y el goloso glu-glu del paso de la leche materna por la gorja infantil.
Sobre el sendero pedregoso resonaron aparatosas las herraduras de un caballo. Resbalaban en las lages, y sin duda arrancaban chispas. La aldeana conoció el trote del jamelgo: era el del médico, don Calixto. Y gritó obsequiosamente:
— Vaya muy dichoso.
El doctor, en vez de pasar de largo, como solía, paró el jaco a la puerta de la casuca y descabalgó.
— Buenas tardes nos dé Dios, Maripepiña de Norla… ¿Qué tal el rapaz? Se cría rollizo, ¿eh?
El doctor, en vez de pasar de largo, como solía, paró el jaco a la puerta de la casuca y descabalgó.
La madre, con orgullo, alzó al mamón la ropa y enseñó sus carnes, regordetas, rosadas, no demasiado limpias.
— ¿Ve, señor?… Hecho de manteca parece.
— Mujer, me alegro… De eso me alegro mucho, mujer… Porque has de oírme: he recibido carta de los señores, ¿entiendes?, de los señores, los amos… Que les mande allá una moza de fundamento, y de buena gente, y sana, y bonita, y que tenga leche de primera, para amamantarles el hijo que les acaba de nacer… Y con estas señas no veo en la aldea, sino a ti, Maripepiña.
Un asombro, una curiosidad atónita, se marcaron en el rostro algo amondongado, pero fresco y lindo, de la aldeana.