La decoración parietal fue algo consustancial a la arquitectura romana. Por ello, resulta un elemento óptimo para conocer tanto la historia de un edificio como de sus habitantes, pero no está exento de una problemática particular relacionada con su proceso de exhumación, estudio, conservación y restauración.
Dado que hasta hace algunas décadas la pintura mural ha sido un área marginal de la Arqueología Clásica, en la mayoría de los casos no se le daba la importancia que merecía a su hallazgo, quedando así los conjuntos olvidados en cajas situadas en almacenes o en sótanos de museos, a merced de distintos factores sumamente perjudiciales. Afortunadamente, esta mentalidad ha ido cambiando paulatinamente, especialmente desde finales del siglo pasado; poco a poco los profesionales de la Arqueología se han concienciado de la importancia de la pintura mural como ayuda indispensable para conocer datos sobre la arquitectura y la cronología de un lugar así como detalles socioeconómicos de los habitantes (Barbet 1989, 201-207; 1996). Sin embargo, también debemos advertir que sufre todavía una atención secundaria debido a lo costoso, en tiempo y dinero, que resulta tanto su exhumación como su mantenimiento y conservación, aspectos estos tan necesarios no ya para una siempre atractiva y necesaria exposición al público, sino para el conocimiento de las sociedades del pasado (De Vos et al. 1982, 1), fin último de la Arqueología.
Antes de comenzar con la descripción de los pasos que hemos seguido, consideramos oportuno traer a colación aquí la importancia de la escuela francesa, encabezada por A. Barbet, en lo que a disciplina metodológica se refiere. En este sentido, la creación por parte de esta investigadora del Centre d’Étude des Peintures Murales Romaines (Soissons) y la continuación del mismo por sus discípulos (Barbet 1974b; Allag 2004), hizo que realmente surgiera un instrumento de difusión de los criterios a seguir en este aspecto, sobre todo a través de sus publicaciones1, y de la acogida mediante programas de estancia de investigadores nacionales y extranjeros en su centro. Desde los años ochenta hasta la actualidad, muchos de los autores que han impulsado los estudios de la pintura mural romana en España se han formado allí2. De la misma manera, queremos destacar la influencia de la escuela italiana de A. Carandini que abogó también por unas técnicas concretas y precisas para los hallazgos pictóricos, otorgándoles así la importancia que merecen (Carandini & Settis 1979, 107-108).
A pesar de que nuestro estudio se centra en un conjunto pictórico, vale la pena señalar que los hallazgos de este material se producen de muy distintas formas, cada una con características concretas. Así pues, este capítulo pretende ir más allá y ser un arma estratégica en manos del profesional de la Arqueología para obtener e interpretar toda la información que la pintura mural puede ofrecer. Por tanto, mostraremos todos los casos posibles a los que se puede enfrentar.
Deberemos tener en cuenta que no podemos proponer el mismo procedimiento de trabajo para decoraciones halladas in situ que para unos restos exhumados en estado fragmentario desprendidos de su soporte original. Este hecho afectará, sobre todo, a la manera de llevar a cabo la extracción del conjunto y su tratamiento posterior en el laboratorio; sin embargo, en todos los casos se deberá realizar un estudio técnico y estilístico que ayude a comprender su iconografía e iconología y permita plantear una restitución.
Las fases de trabajo acometidas, en general, para el estudio de los conjuntos pictóricos son, en primer lugar, la excavación y el estudio del contexto arqueológico; posteriormente, todo lo relativo a las tareas de laboratorio (limpieza, individualización de conjuntos, puzle, representación gráfica de los fragmentos, catalogación y restitución decorativa); el estudio propiamente dicho, abarcando aquí aspectos técnicos y estilísticos, iconográficos, iconológicos –analizando talleres3 y comitentes– y cronológicos; y, por último, la restitución hipotética cuando las características de los restos conservados lo permiten.
Contexto arqueológico y excavación
Para proponer un procedimiento de trabajo apropiado, debemos conocer las circunstancias del conjunto. No sólo tendremos que prestar atención al estado en que fue encontrado –in situ o de forma fragmentaria–, sino también a la coyuntura del propio yacimiento del que formó parte.
Lugar de procedencia de los restos pictóricos: tipos de contextos
En primer lugar, hemos de considerar los hallazgos de pintura en aquellos yacimientos situados bajo ciudades actuales. Muchos son los conjuntos procedentes de asentamientos antiguos que desde su fundación han ido sufriendo constantes renovaciones urbanísticas hasta llegar a la actualidad. Los materiales arqueológicos pertenecientes a este primer grupo suelen extraerse mediante procedimientos de urgencia en los que resulta imposible hacer una excavación en extensión.
La consecuencia de esto será, inevitablemente, la falta de datos ya sean cronológicos, estratigráficos o de otra naturaleza, que entorpecerán, sin duda, la comprensión total de las pinturas halladas. Será difícil en este caso encontrarnos con conjuntos pictóricos completos, puesto que lo normal es que las estructuras nuevas hayan destruido las antiguas. Si fortuitamente hallamos algún resto in situ, es muy posible que cuente con un avanzado estado de degradación4.
También podemos toparnos con asentamientos que tras su ocaso, ya fuera por una destrucción violenta o por un proceso de abandono, no se volvieron a ocupar, a excepción de pequeños contingentes poblacionales que no cambiaron de manera significativa el urbanismo o las estructuras de las viviendas. Los edificios quedan al descubierto sufriendo un paulatino proceso de deterioro afectando a sus muros que terminan muchas veces por derrumbarse con el consecuente desprendimiento de sus pinturas. No es infrecuente que hayan sido objeto de saqueo en una época posterior por parte de poblaciones necesitadas y deseosas de aprovisionamiento de material. De la misma forma, es común la afección de remociones agrícolas en las estructuras una vez enterradas por el paso del tiempo, circunstancias ambas que ayudan a la fragmentación y el deterioro de la decoración parietal. Este es el caso de la ciudad de Bilbilis situada a 7 km de Calatayud.
A la fragilidad manifiesta del material que tratamos se le unen así las propias vicisitudes sufridas por el yacimiento del cual proceden. Además, para explicar la fragmentación y desgaste del aparato pictórico no debemos olvidar que los propios romanos efectuaban reformas arquitectónicas, de manera que fue habitual que destruyeran ellos mismos una pared decorada para, por ejemplo, utilizarla como relleno bajo nuevos pavimentos. Es muy representativo de este fenómeno el conjunto que aquí presentamos, como más tarde veremos pues, como hemos apuntado en capítulos anteriores, formó parte del relleno de una taberna. La problemática en este caso también es considerable ya que toda propuesta de reconstrucción de la estancia y de su funcionalidad quedará siempre en el terreno de la hipótesis a causa de la descontextualización manifiesta, algo que afectará a la hora de investigar la procedencia de los restos. A este respecto cabe destacar, sin embargo, que por norma general la cultura romana fue poco proclive a dedicar excesivos esfuerzos a la eliminación de residuos producidos. La tendencia era desprenderse de los escombros en espacios próximos reaprovechándolos si era posible, haciendo gala así de la practicidad característica de esta sociedad (Remolá 2000, 111)5.
Otras veces ocurría que simplemente una decoración pasaba de moda y se optaba por repintar el muro. Lo habitual en este caso era “piquetear” la pared antigua para que el nuevo mortero –que contaría con menos capas al servirse del anterior–, se adhiriera mejor (Fig. 6). Bien es cierto que, por diversas causas, por ejemplo el no tener un poder adquisitivo importante, para evitar elaborar una nueva decoración a veces se optaba por cubrir la zona con una lechada de cal o simplemente redecorar la laguna deteriorada con un diseño muy parecido al anterior.
La excavación de los restos pictóricos
Una vez analizados los posibles contextos que rodean a un conjunto pictórico, pasamos ahora a enumerar sus diferentes formas de hallazgo:
Pinturas in situ cubiertas o no por decoraciones posteriores. Muchas veces sólo nos encontraremos con una parte de la pared conservada de esta manera. Normalmente es el zócalo el que tiene más opciones de mantenerse así debido el ritmo natural de caída de los muros de una casa, en el que en seguida nos vamos a detener y a través del cual comprenderemos este fenómeno.
Cabe señalar, sin embargo, que esto no es una regla inamovible pues puede ocurrir todo lo contrario. En aquellos muros formados, por ejemplo, por un zócalo de piedra y un recrecimiento de adobe la humedad procedente del suelo también asciende a las paredes. Mientras que la decoración de la zona media y alta de la pared no quedaría afectada por este suceso gracias a la impermeabilidad característica del adobe, la parte baja no se conservaría al no contar su mortero con esta capa de protección (Sabrié 1980, 54).
Existe también otra posibilidad según la cual, aun contando con una estancia en la que todas sus paredes puedan haber llegado hasta nosotros perfectamente, sólo conservemos los muros correspondientes a los tabiques pues los considerados “maestros”, por estar realizados con mejores materiales para llevar a cabo su misión sin problemas, han sido objeto de esos saqueos posteriores de los que ya hemos hablado.
Pinturas desprendidas de forma natural por el derrumbe de los muros de una casa, relacionado este fenómeno con el proceso de abandono de un lugar. Para la metodología de excavación que vayamos a aplicar es muy importante que comprendamos este ritmo de caída ya que, de esta manera, progresaremos más rápidamente en los siguientes pasos. El proceso regularmente sería el siguiente: caería primero el techo al que seguiría la parte alta de la pared hasta llegar al zócalo, del cual ya sabemos que podría quedar in situ precisamente por quedar cubierto por todos los fragmentos ya desplomados (Sabrié 1980, 55-56, fig. 1; De Vos et al. 1982, 3-4, fig. 1.1). Los niveles estratigráficos del depósito pictórico serán inversos en relación a la posición original de las piezas en el muro (Ling 1985, 14-15, fig. 4).
Pinturas en una estructura de varias plantas que no han sido objeto de remodelaciones ni reformas, donde encontramos la decoración del piso superior en la planta baja, directamente deslizada y depositada sobre ella.
Pinturas halladas sin ritmo de caída, dispuestas así por intrusiones posteriores, por la simple remoción actual del suelo o porque la orografía del terreno haya impedido una caída ordenada.
Pinturas halladas formando parte de un relleno, desordenadas, descontextualizadas y habitualmente mezcladas con otros conjuntos o materiales. Es el caso del conjunto que aquí presentamos.
Vamos a prestar atención, en primera instancia, a la excavación de pinturas en estado fragmentario por ser la circunstancia que se da con mayor frecuencia. Se debe llevar a cabo teniendo en cuenta todas las anteriores premisas y siguiendo estrictamente la serie de pasos que a continuación vamos a describir: en primer lugar, es conveniente que se designe un equipo que comience y termine todo el trabajo pues todas las fases están relacionadas entre sí (De Vos et al. 1982, 1), y elabore un plan de actuación (Barbet et al. 1981, 1121-1123). Es necesario entender que la restauración y conservación forman parte también de ese conjunto de actividades, por tanto, es imperativo que arqueólogos y restauradores trabajen juntos (Carandini & Settis 1979, 107). También interesa que la persona encargada de analizar y estudiar el aparato decorativo esté presente desde el momento de la exhumación pues los resultados de la investigación serán mucho más positivos.
En cuanto a la técnica en sí, jamás deben extraerse los fragmentos a medida que aparecen en la excavación, sino delimitarlos en capas planas siguiendo la inclinación y desniveles, de forma que se obtenga una visión de conjunto de su extensión (Fig. 7).
Posteriormente, se debe fotografiar toda el área excavada y dibujar un pequeño croquis de la estancia. Se puede cuadricular el terreno para que luego sea más fácil etiquetar las cajas donde van a ser guardados los restos, pero lo cierto es que es mucho más importante comprender y documentar qué piezas están relacionadas entre sí y con los fragmentos aislados, pues serán estas las que, una vez numeradas, deberemos agrupar en un mismo compartimento a la hora de llevarlas al laboratorio (Fig. 8). Aquellos grupos de placas con sus correspondientes fragmentos asociados que hayan quedado boca arriba deberán ser calcados con ayuda de plástico transparente, dibujos que contarán con el número dado anteriormente. Otra opción es el levantamiento de modelos fotogramétricos que permitan documentar en 3D el derrumbe, y también la generación de una ortofotografía sobre la cual se pueda acotar el derrumbe y cada una de las placas (Castillo 2020, 108).
A continuación, cada conjunto tiene que ser limpiado con ayuda de brochas y pinceles, y deberemos hacer una ficha técnica, que más tarde describiremos, a la que acompañará un dibujo y una fotografía. Se tomará también nota de su distribución y deposición –anverso y reverso– en el diario de excavación (Fernández Díaz 2008, 48)6.
Cada uno de ellos, envuelto7, será transportado en una o más cajas acompañadas de una etiqueta identificativa que indique el yacimiento del que procede, la fecha, la unidad estratigráfica, una pequeña descripción de lo que hayamos podido ver gracias a esa primera limpieza, y el número de grupo y calco, de foto, de caja y de ficha. Es conveniente disponer una única capa de fragmentos en cada caja, máximo dos, colocando en la segunda los fragmentos más ligeros, y con la superficie pintada como base, separadas por papel absorbente. Las piezas más frágiles deben envolverse con el mismo tipo de papel o separar cada capa y fragmento con poliestireno expandido que absorbe la humedad; es esencial tener en cuenta que nunca han de conservarse en plástico. Las cajas8 deben almacenarse en una estancia en la que nos existan amplias variaciones de temperatura y humedad (Groetembril et al. 2018).
Para el caso de las pinturas halladas in situ, si se decide extraerlas para su conservación9, las acciones van a ser mucho más complejas y las labores estarán más relacionadas con el campo de la restauración (Allag & Barbet 1982, 23-25; 1990, 7-13). El proceso de excavación en sí no difiere en lo sustancial, es decir, de la misma manera hay que realizar calcos a los que se les dará número, se rellenará la ficha, etc.; en definitiva, todos los pasos marcados en el párrafo anterior (Fig. 9).
Su extracción corresponde a un área que se escapa a nuestro conocimiento y aunque precisamente por eso vayamos a tratar el proceso de forma sucinta10, no podemos obviarlo de acuerdo con nuestro ideal, que aboga por un trabajo conjunto e interdisciplinar entre Arqueología y Restauración. Asimismo, también hay que señalar que hemos optado por exponer aquí uno de los muchos métodos que existen por ser el que hemos aprendido durante las distintas excavaciones en las que hemos participado.
Como en el caso de las pinturas en estado fragmentario, también llevaremos a cabo una limpieza, siendo aquí la tarea más elaborada si se quiere debido a los pasos que a continuación vamos a describir (Allag & Barbet 1990, 7-13; Barbet 2000). Se realizará con la ayuda de pinceles, bisturís, hisopos, agua y alcohol, entre otros productos, lo que cada conjunto pictórico de este tipo requiera. Posteriormente, se consolidará la capa pictórica, pero esta vez debe ser una verdadera fijación del color, de modo que la resina acrílica será aplicada de la misma manera que en el caso anterior, pero en proporciones muy bajas –la mayoría de las veces al 3%– diluida en acetona para que penetre bien en las capas inferiores y cumpla así mejor su cometido. Posteriormente, se procederá al empapelado de la decoración con ayuda también de papel japonés y resina acrílica esta vez a una mayor proporción –al 10% aproximadamente– pues ya no se trata tanto de fijar los pigmentos sino de comenzar con la fase de protección de la decoración. Con vistas a la obtención del mismo resultado, aplicaremos varias capas de engasado con resina acrílica diluida en emulsión acuosa aumentando su proporción en cada capa11.
A continuación, se planifican los cortes con ayuda de una radial si la pared que debemos arrancar es de grandes proporciones. Antes de esto, deberemos cubrir con cinta de aluminio las zonas de corte. Luego se colocará un soporte rígido provisional y plastificado. Entre el sustentáculo y la pintura se aplicará espuma de poliuretano que actuará como capa de protección entre los dos elementos, ayudándonos de la cinta de aluminio para contenerla. Una vez secada la espuma se introducirán las espadas y barras metálicas y se procederá al arranque.
Ya tenemos los materiales pictóricos listos para ser llevados al laboratorio, pero no podemos comenzar la descripción de dicha fase sin antes habernos detenido en la explicación de la ficha técnica que hemos debido elaborar para cada grupo de fragmentos o placas.
Ficha técnica de excavación
Es muy importante que seamos rigurosos en el proceso de realización de la ficha. En el momento en el que una pintura es extraída de su contexto arqueológico comienza a sufrir pérdidas de información tanto por acciones humanas como por su propia naturaleza extremadamente perecedera. Así pues, tendremos que llevar a cabo el mayor acopio de información durante los primeros momentos.
Varias fichas han sido ya propuestas por los especialistas en pintura. Entre ellas destacamos la elaborada por A. Fernández Díaz (2008, 51, fig. 4)12 para el registro de los restos pictóricos recuperados en la provincia de Murcia, que a su vez supone una adaptación de los modelos de fichas de M. Sabrié (Sabrié 1980, fig. 8) y de A. Barbet (1984b, 38-46, fig. 25) para las pinturas de la Galia. Consideramos, en cualquier caso, poco útil que cada estudio proponga un modelo de ficha ya que de lo que se debería tratar es de homogeneizar criterios (Fig. 10)13.
En este tipo de fichas, tras anotar la fecha de hallazgo y el yacimiento, hay que localizar las piezas en el caso que se haya hecho una cuadrícula, y apuntar también, si se ha dado ya, un número de inventario. Tras anotar más datos sobre su situación como las cotas, se ha de atender a los criterios de conservación tanto en capa pictórica como en mortero, información muy útil tanto para profesionales de la Arqueología y Restauración. Otro apartado también mostrará las distintas posibilidades de decoración prestando atención a colores y tipo de ornamentos. Registraremos también nuestras primeras impresiones sobre técnica pictórica empleada, aunque esta se analizará más detalladamente en el laboratorio.
Documentaremos el grosor total y el número de capas que compone el mortero, así como el sistema de sujeción al muro. Este aspecto es primordial porque el grosor de mortero suele disminuir por su fragilidad durante la excavación y el transporte al laboratorio.
Haremos una sucinta descripción de las características de cada pieza y realizaremos una primera interpretación sobre las mismas. En el apartado que se refiere al emplazamiento, es importante que relacionemos cada grupo de fragmentos o placa con el resto, como hemos apuntado, pero también con los muros de la estancia donde han sido hallados e incluso con otros ambientes contiguos si se diera el caso. Por último, acompañaremos toda esta información con una fotografía, un dibujo y un calco (Barbet 1984b, 29-39) y haremos una primera aproximación a su cronología.
Laboratorio
El trabajo de laboratorio tendrá como fin último la mejor conservación del conjunto, su catalogación, y la posibilidad de proponer una restitución hipotética. Esta fase cobra especial importancia para las pinturas halladas en estado fragmentario pues será donde descubramos las claves que nos permitan establecer conclusiones sobre las mismas. No debemos olvidar que, debido a su naturaleza, las pinturas halladas in situ son, en principio, más fáciles de interpretar ya que sabemos su secuencia decorativa, la estancia a la que pertenecían, su posición, etc. El único problema es el conocimiento de las características de su mortero ya que, si se ha optado por no arrancarlas, la propia decoración ocultará las capas de preparación.
La tarea estará compuesta de varias etapas que habrán de adaptarse a las circunstancias propias del hallazgo. En nuestro caso, hemos seguido el siguiente proceso:
Limpieza y consolidación14
Se llevará a cabo una limpieza poniendo igual atención tanto a la capa pictórica como a las secciones y reversos (Allag 1982, 85)15. La primera se limpia con pinceles en seco usando bisturís en los casos extremos. Siempre con prudencia, se puede utilizar agua destilada observando el comportamiento del color ante este elemento para evitar su pérdida. El objetivo principal será la mejor visualización de la decoración y la obtención de los primeros datos referentes a sus trazos preparatorios, jornadas de trabajo y motivos ornamentales, cuya comprensión vendrá dada por la previa adquisición de conocimientos sobre los principales modelos y estereotipos (Barbet 1987b, 24). Respecto a la limpieza de secciones y morteros, se realiza con cepillos de cerdas también en seco (Fig. 11). El fin en este caso será facilitarnos el trabajo a la hora de realizar el estudio técnico. Una buena limpieza nos va a permitir un mejor ensamblaje en el momento de realizar el puzle y además nos proporcionará valiosa información sobre el mortero –número de capas, sistema de sujeción a la pared, etc.–16.
Individualización de conjuntos
Este apartado sólo es válido para aquellos conjuntos hallados revueltos con otros. De gran ayuda es en esta fase haber seguido una correcta metodología durante la excavación.
Para llevar a cabo esta tarea se deben tener en cuenta varios criterios que podemos reunir en dos grupos. Al primero pertenecen todos aquellos aspectos ya tratados a la hora de hablar de la metodología de excavación: la comprensión del ritmo de caída y la posición de los distintos fragmentos en varios niveles. Se trata de particularidades que influyen a la hora de etiquetar las cajas donde se guardan los restos exhumados, y son un primer paso a la hora de diferenciar conjuntos. Otro grupo de criterios a seguir es aquel concerniente a las características técnicas que presenta el conjunto, que debemos observar y también comprender. Para obtener buenos resultados es necesario conocer cómo se realizaba una pintura mural romana.
La técnica empleada por los artesanos romanos es transmitida por los autores clásicos (Reinach 1985, 1-43; Eristov 1987a; Tomás 2020); destacan el libro VII de la obra Sobre la Arquitectura de Vitruvio y en el libro XXXV de la Historia Natural de Plinio, aunque hay otros autores que también hacen referencia a aspectos concretos del tema que nos ocupa. Son prácticamente inexistentes las fuentes escritas de este tipo sobre Hispania, pudiendo únicamente citar un pasaje de Varrón donde simplemente nos indica que los muros de tapial son característicos de nuestro territorio (Varrón, Economía rural, I 14, 4).
Datos relativos al método de ejecución también los hallamos en el registro arqueológico, obviamente en los fragmentos pictóricos procedentes de una excavación y en las paredes conservadas in situ, de las cuales tenemos los más completos ejemplos en las ciudades y villas campanas.
Para un mejor conocimiento de las características técnicas, deberemos hacer una combinación de todos estos testimonios pues de otra manera corremos el riesgo de que la información que obtengamos sea parcial y sesgada. A este respecto, cabe destacar que la teoría expuesta por los citados autores coincide muy pocas veces con la información proporcionada por los restos hallados, de lo que deducimos que los artesanos adaptaban las particularidades técnicas de cada obra a los recursos geológicos y a las posibilidades económicas del comitente (Barbet & Allag 1972; Guiral & San Nicolás 1998, 18; Meyer-Graft 1993, 275-276; Guiral & Mostalac 1994b; Guiral 2000, 62).
Con todo ello, podemos decir que existen dos fases a la hora de realizar una pintura mural: la preparación de la pared para configurar el soporte, normalmente un mortero de cal y arena, y la ejecución de la decoración, es decir, la capa pictórica compuesta por pigmentos de origen orgánico o mineral.
A la primera etapa pertenecen cuatro de los criterios que utilizaremos a la hora de diferenciar conjuntos, basados todos ellos en la observación: estructura y espesor del mortero, sistema de sujeción (Barbet 1973, 69-74), trazos preparatorios, y ángulos salientes y entrantes. A la segunda atañe la observación de los colores y la decoración.
Describiremos a continuación cada uno de estos criterios teniendo en cuenta la etapa de realización de la pintura que representan.
Estructura y espesor del mortero
Hasta hace relativamente pocos años, la mayoría de estudios se centraban en todo lo concerniente a la ejecución de la capa pictórica, los pigmentos, los aglutinantes empleados, los sujetos representados y los procedimientos propiamente dichos. La mayoría de la literatura arqueológica anterior a los años setenta sólo hacía pequeñas menciones, breves e incompletas, a las capas que componían los morteros. Afortunadamente, autores como S. Augusti, M. Borda, C. Allag, A. Barbet y M. Frizot, entre otros, comprendieron la gran cantidad de información que podía aportar el estudio de los reversos (Barbet & Allag 1972, 935-936; Guiral & Mostalac 1994b, 94-103).
Los autores latinos Vitruvio, Plinio, Catón, Columela, Faventino y Paladio (infra) hacen mención en sus obras a la composición de los morteros (Reinach 1985, 1-30), y aunque la mayoría también se refieren de pasada a su fabricación y aplicación, todos ellos se centran en destacar la importancia de la cal y la arena como materiales esenciales en el revestimiento de la pared.
La cal, conglomerante natural, inorgánico y aéreo, se obtiene de la calcinación de rocas calcáreas. La piedra caliza se compone de carbonato cálcico e impurezas como arcilla, carbonato de magnesio, sílice, etc. Para que la cal sea de buena calidad y mantenga sus propiedades ligantes, estas impurezas no pueden superar el 5%17. Cabe preguntarnos ahora cómo a partir de una simple roca calcárea obtenemos un material óptimo para la construcción.
Para fabricar el mortero, el proceso comenzaba con la cocción en un horno a una temperatura superior a los 800 °C de rocas carbonatadas o de otro material que sirviese de fuente de carbonato cálcico, como podría ser mármol o conchas de moluscos. La descomposición térmica del carbonato cálcico contenido en estos materiales lo transformaba en dióxido de carbono gaseoso y óxido de calcio. Este último quedaba como un residuo blanco después de enfriar, llamado cal viva. Cuando está fresca, la cal viva reacciona enérgicamente con el agua para formar la cal apagada por ello se introducía la cal en fosas durante más de un año18. Si se añade un exceso de agua obtenemos una pasta con hidróxido cálcico parcialmente disuelto. Al ser expuesta al aire, en el proceso conocido como fraguado, la pasta va secándose y absorbiendo dióxido de carbono atmosférico, transformándose en una dura corteza de carbonato cálcico, que se cuartea muy fácilmente. Para evitar este cuarteamiento se añadía a la pasta de cal el árido, normalmente arena rica en sílice. La arena utilizada podía provenir del mar, considerada la de peor calidad, del río, óptima, o podía utilizarse una intermedia de cantera19. Esta mezcla se llevaba a cabo en un mortarium, si bien no hay que descartar la posibilidad de la existencia de una máquina para esta labor constituida por dos rodillos que giraban alrededor de un eje y mezclaban la pasta en un gran recipiente redondo y plano. Esta máquina se accionaba por fuerza, ya fuera humana o de animales. Durante el fraguado, la arena iba formando un entramado a modo de armazón rígido. En los huecos de este entramado se localizaban las partículas de cal, que al contraerse proporcionaban una compactación adicional al mortero, pero sin agrietamientos. Cuando el mortero se secaba, comenzaba el proceso de carbonatación y endurecimiento por reacción con el dióxido de carbono atmosférico (Meyer-Graft 1993, 273; Marchese et al. 1999b, 238-239; Coutelas 2006; Büttner & Coutelas 2011, 671).
Los análisis realizados a diversos conjuntos pictóricos han revelado la presencia de cuarzo y calcita con gran cantidad de polvo carbónico para los morteros, por ejemplo, de Italica, Baelo Claudia, así como de yeso acompañado de carbonato como aglomerante para la mayoría de yacimientos aragoneses –Azaila, Celsa o Botorrita, entre otros– (Guiral & Mostalac 1994b, 95-96; Mostalac & Beltrán 1994, 123-124; Guiral & Martín-Bueno 1996, 504-505; Olmos 2006, 35).
Se debía obtener un buen mortero que permitiera tanto la total adhesión al muro como la consecución de un buen fresco y para ello también se debía tener en cuenta qué pared se iba a revestir. La inclusión a propósito de elementos extraños como puzolana, fragmentos cerámicos o ceniza fue un procedimiento habitual llevado a cabo por los tectores romanos para evitar que la humedad afectara al enlucido, por tanto, suele vincularse con conjuntos situados en espacios al aire libre o con mucha humedad (Guiral 1994, 45-46; Marchese et al. 1999b, 238-239). A veces, la mezcla con ceniza o también con ocre sólo se observa en la última capa de de preparación o en la capa de finalización adquiriendo una coloración rosa; es lo que Y. Dubois denomina “impregnación” (Allag & Groetembril 2021, 210).
Dicho esto, debemos ser prudentes y tener en cuenta los estudios llevados a cabo por A. Coutelas (2003; 2007; 2011; 2021) quien, a través del análisis de los morteros de la Galia, ha demostrado que no existe una única cadena operativa para la fabricación del mortero de cal sino que existen multitud de parámetros que influyen en su composición final.
Cualesquiera que fuesen los materiales empleados, la pared se revestía de mortero aplicado en varias capas (Coutelas 2006; Büttner & Coutelas 2011, 671). Según Vitruvio, tres habían de ser de cal y arena y otras tres de cal y polvo de mármol, disminuyendo en grosor y aumentando en finura conforme nos acercáramos a la capa pictórica (Vitruvio, Sobre la Arquitectura, VII 3, 6):
“Cuando se hayan dado no menos de tres capas de argamasa, sin contar la mano de yeso, es el momento de extender otra capa de grano de mármol, siempre que la mezcla de mármol esté tan batida que no se pegue a la paleta o a la llana, sino que salga perfectamente limpia del mortero. Después de extender esta capa de mármol, dejaremos que se seque y daremos una segunda capa de grano más pequeño. Cuando se haya extendido esta segunda capa y quede bien alisada, se aplicará una tercera mano de grano muy fino. Las paredes quedarán muy sólidas con estas tres caras de argamasa y de mármol y se evitará que se agrieten o que tengan algún otro defecto.” (Trad. J. L.Oliver)
La primera recibía el nombre de trullisatio y regularizaba la superficie del muro, si bien se suele considerar como parte de la pared y no como una capa de mortero propiamente dicha. Las otras seis eran las directiones y todo el conjunto era el tectorium20. Las cuatro primeras se disponían por toda la superficie permaneciendo rugosas para facilitar la adherencia del resto, que se aplicaban en varias fases, de arriba hacia abajo y de manera horizontal en cada parte, siguiendo la tripartición característica en la pintura mural –friso superior, zona media y zócalo–. Plinio, además de algunas referencias a los materiales que es conveniente utilizar (Plinio, Historia Natural, XXXV 173), recomendaba cinco capas (Plinio, Historia Natural, XXXVI 177):
El estuco no alcanza nunca lustre suficiente si no se ha conseguido con una mezcla de tres partes de arena y dos de polvo de mármol. En aquellos lugares donde sufre los efectos de la humedad o el salitre conviene aplicar debajo un aparejo de teja machacada. (Trad. E. Torrego)
Del mismo modo se expresa Paladio proponiendo el empleo de cinco manos (Paladio, Tratado de Agricultura, I 15):
Por lo que respecta al revestimiento de los muros, se hará resistente y enlucido del siguiente modo: repásese con la trulla la primera capa; cuando comience a secarse, entuníquese por segunda y tercera vez; después, recúbranse de grano de mármol estas tres capas con la trulla. Tal revestimiento previamente ha de removerse mucho tiempo hasta que levantemos limpia la pala con que se revuelve la cal. También, cuando empieza a secar dicho revestimiento de grano de mármol, conviene añadirle una capa más fina, y así guarnecerá la solidez y el lustre. (Trad. A. Moure)
Faventino, por su parte, se limita a decir, cuando está describiendo la preparación del adobe, que deberían aplicarse tres capas de argamasa para que el enlucido se agarre sin fallos (Faventino, Las diversas estructuras del arte arquitectónico, XI):
Las paredes de adobe habrán de reforzarse con tres capas de argamasa de modo que agarre el enlucido sin fallos. En efecto, si los paramentos y las capas de carga se hallan todavía frescos y no han secado previamente, cuando comiencen a secarse, se producirán grietas, que afectarán a la lisura del enlucido. (Trad. A. Hevia)
Columela propone un sistema de revestimiento a base de barro, amurca y hojas de olivo secas (Columela, De los trabajos del Campo, I 6, 14):
Las paredes se enfoscan con una mezcla de lino y amurca, a la cual, en lugar de paja, se le añaden hojas secas de acebuche o, en su defecto, de olivo; una vez seco dicho enfoscado, se rocía de nuevo con amurca: seca ésta, ya se puede guardar el grano. (Trad. A. Holgado)
Lo cierto es que no muchas paredes, ni en Roma ni en las provincias, contaron con un mortero realizado según los procedimientos vitruvianos; y tampoco ocurre siempre ese fenómeno según el cual el grosor de las capas y de los materiales que lo componen disminuye a medida que se acercan a la capa pictórica. El tamaño de los elementos que constituyen el mortero, la calidad del mismo y el número de capas que podamos distinguir –tarea no siempre fácil si no hay cambio de textura o color– son aspectos que dependieron en su día del tipo de muro que se va a revestir, del emplazamiento de la estancia en el exterior o en el interior, de si iba destinado a una habitación noble, de la capacidad económica del propietario, del buen hacer de los artesanos, del material disponible, etc. Normalmente, el número de capas de preparación variaba dependiendo del periodo y de las circunstancias. Hay que señalar que Vitruvio escribe en el momento en que se adoptan los más altos niveles de excelencia (Ling 1991, 199). Generalmente, se atestigua un total de tres capas preparatorias, aunque por supuesto hay excepciones; para el caso de Hispania, por ejemplo, documentamos el empleo de cuatro capas en la Casa del Teatro de Mérida y en Italica, y hasta cinco capas en Castulo (Olmos 2006, 35). Debemos añadir también que, sobre las capas del mortero propiamente dicho a las que llamamos “capas de preparación”, en algunos conjuntos observamos la “capa de finalización”, compuesta por materiales muy tamizados y que ayuda al alisado y disposición de los pigmentos (Fig. 12).
El proceso de enlucido también habría que matizarlo según los estudios realizados en Pompeya (Meyer-Graft 1993, 280). Los muros se enlucirían de arriba hacia abajo, pero inicialmente se aplicaría una primera capa en la parte alta de 1 a 3 cm de espesor, tras lo cual se esbozarían los perfiles en estuco, y se seguiría extendiendo luego a la zona media y al zócalo después. Los únicos conjuntos pictóricos que han proporcionado capas de morteros aplicadas a la totalidad de la pared sin división han sido los provenientes de jardines. La siguiente capa, cuya misión sería regularizar el muro, sería de 2 a 10 mm, y se limitaría a las superficies que van a ser trabajadas en las jornadas de trabajo; sobre ella se situaría la capa de finalización. Ambas se alisarían con el objetivo de dar brillo a la decoración que iban a mostrar. Además, incluirían entre sus componentes calcita fina o polvo de mármol. Cuando se tenía una pared de más de 6 m de longitud, también se dividía verticalmente para no correr el riesgo de que se desecara el mortero (Frizot 1975, 289).
Una vez comprendido todo el proceso es hora de observar la estructura y espesor de los morteros y para ello es vital que las tareas de limpieza hayan sido especialmente meticulosas. Esta pauta, sin embargo, se debe utilizar con reservas y contrastarla (Barbet 1973, 69-72): respecto al grosor, la distinta conservación de los fragmentos hace que muchas veces no tengamos todas las capas y por tanto no se pueda determinar el mismo. Por otra parte, el hecho de que la mayoría de las veces la técnica empleada para la pintura mural romana fuera el fresco, hizo imperiosa la necesidad de trabajar por jornadas de tal manera que la última capa de mortero se preparaba y aplicaba en el momento inmediatamente anterior al inicio de la acción pictórica. (Barbet & Allag 1972, 963-983; Barbet 1998, 103-104).
Resulta muy beneficiosa la observación de los reversos pictóricos. En nuestra labor de registro, deberemos apuntar el número y grosor de las capas que lo componen siempre comenzando desde la superficie pictórica. Para analizar cada una de ellas, desde el Centre d’Étude des Peintures Murales Romaines de Soissons nos proponen un modelo de ficha –que uniremos a la ficha de catalogación– que permite trabajar rápida y eficazmente en este aspecto (Fig. 13).
A continuación explicamos los distintos apartados:
En primer lugar daremos a cada capa una letra
Apuntaremos el espesor en centímetros aclarando si es regular o irregular.
También deberemos fijarnos en el color que presenta, como una primera aproximación a sus componentes.
En lo que respecta a su textura, matizaremos si es compacta, terrosa, arcillosa o arenosa.
El siguiente apartado se refiere a los límites entre las capas. Aquí atenderemos a si este es o no neto y las características que presenta: puede contar con una película calcárea, con la denominada “bola de aire”, etc.
A continuación, deberemos establecer si el mortero presenta vacíos –esto es, huecos en su estructura–, con cuanta frecuencia se dan y qué forma tienen los mismos: circulares, alargados, poligonales, etc.
Apuntaremos con cuánta asiduidad se presentan los nódulos de cal. Los distinguiremos por su aspecto blanco y muy grueso en comparación con el resto de los gránulos.
Lo mismo con los cristales de calcita. En este caso los identificaremos por su aspecto anguloso –suelen ser romboidales–, brillantes y translúcidos.
El siguiente apartado se refiere al resto de los gránulos que podemos encontrar en un mortero:
Arenas silíceas: pequeños gránulos incoloros de cuarzo y feldespato.
Arenas calcáreas: pequeños gránulos blancos o beis.
Cerámica triturada: característica por su color marrón.
Los que provienen de vegetales.
Deberemos apuntar su grosor basándonos en lo siguiente:
- Muy gruesos: 1,250 mm.
- Gruesos: 0,630 mm.
- Medios: 0,315 mm.
- Finos: 0,125 mm.
- Muy finos: 0,063 mm.
El apartado denominado “otros” lo utilizaremos para documentar aquellos materiales añadidos, normalmente para conseguir un objetivo predeterminado.
Observemos a continuación cuatro casos que ejemplifican el beneficio obtenido del estudio detallado de la disposición del mortero y de sus componentes:
Ya hemos hablado de la posibilidad de la inclusión intencionada de elementos extraños para conseguir un mortero con características específicas, lo que nos podría estar indicando que el conjunto pertenece a una estancia donde la presencia de agua era habitual o que se trata de un espacio abierto21.
También podemos averiguar a qué zona de la pared perteneció la pintura. Es habitual que el mortero más rugoso, áspero y grosero se situara en el zócalo, tanto por soportar todo el peso de la decoración como por ser la última zona alisada por parte del artesano (Barbet 1973, 71)22. Por otro lado, el hecho de contar con fragmentos de estuco entre dos de sus capas nos indica que en su día perteneció a la zona superior, cercana a la cornisa realizada con este material (Fernández Díaz 2008, 63).
Podemos observar también el comportamiento, cómo se procedía a la hora de enlucir la pared y la organización de la jornada laboral de un taller concreto. A este respecto existe la posibilidad de documentar cortes en las capas de mortero entre dos zonas, lo que no hace sino indicarnos hasta dónde llegaba un día de trabajo y dónde comenzaba el siguiente23.
Por último, añadimos que la presencia de nódulos de cal también nos aporta información, del proceso productivo en este caso ya que es indicativo una mala combustión.
Improntas del reverso y sistemas de sujeción
Los fragmentos guardan en el reverso las improntas de los muros que en ocasiones han desaparecido, por lo que son testigo del aparejo murario proporcionándonos datos arquitectónicos fundamentales. Efectivamente, para aumentar la adhesión del enlucido al muro se adoptaron diferentes sistemas de sujeción que conocemos fundamentalmente por las marcas en negativo del método utilizado.
Podríamos clasificarlos en dos grupos dependiendo de si utilizan o no elementos añadidos (Barbet & Allag 1972, 939-963; Abad Casal 1982b, 143-144; Guiral & San Nicolás 1998, 21-24; Barbet 1998, 105).
Dentro del primero existen tres variantes. La primera consiste en introducir ladrillos, fragmentos de cerámica u otros elementos como clavos o guijarros en las capas de preparación para reforzar la conexión entre capas. La segunda, en disponer un entramado de juncos o cañas, según nos ha transmitido Vitruvio, para reforzar los muros de adobe (Vitruvio, Sobre la Arquitectura,VII 3, 11), aunque lo cierto es que lo más habitual fue utilizar este sistema para los techos (Fig. 14)24:
Si los enlucidos van a ir en paredes de zarzos o de emplenta, necesariamente se producirán grietas junto a las maderas verticales y transversales, debido a que se recubren con barro, que las llena de humedad inevitablemente; cuando se van secando, producen grietas en el enlucido, ya que sufren una paulatina disminución; para hacer frente a este inconveniente, procédase de la siguiente manera: cuando la pared esté completamente embarrada, colóquense unas cañas formando una hilera continua, que se sujetará con clavos de cabeza ancha; luego se dará una nueva capa de barro y si las primeras cañas han quedado fijadas a los maderos transversales, clávese una capa de arena y de mármol y una completa de enlucido. La doble hilera de cañas, fijada diagonalmente en las paredes, permitirá una larga duración y evitará todo tipo de grietas o de rupturas. (Trad. J. L. Oliver)
Finalmente, la tercera variante se centra en dotar de una estructura a una bóveda, lo que también se podía hacer con la fabricación de un armazón de madera (Vitruvio, Sobre la Arquitectura, VII 3, 1):
Cuando las circunstancias exijan formar techos abovedados, procédase del siguiente modo: se colocarán unos listones –o pequeñas vigas– rectos que guarden entre sí una distancia no mayor de dos pies; preferiblemente serán de ciprés, pues si son de abeto rápidamente se corrompen por la carcoma y por el paso de los años. Cuando los listones hayan sido fijados formando un arco, se asegurará el entramado o bien el techo abovedado mediante tirantes de madera, y con abundantes clavos de hierro quedarán bien sujetos. (Trad. J. L. Oliver Domingo)
Este sistema también es descrito por Paladio (Paladio, Tratado de Agricultura I, 13).
Los techos en los edificios rurales es muy conveniente hacerlos del material que haya a mano en la propiedad. Así, pues, los haremos de tablas o de cañas del siguiente modo: pondremos vigas de madera de las Galias o de ciprés alineadas e iguales en el lugar donde va a hacerse el techo, dispuestas de modo que entre ellas haya un espacio vacío de pie y medio; entonces, con clavijas de madera hechas de enebro, olivo, boj o ciprés, las fijaremos al techo y alinearemos entre ellas dos perchas atadas con tomizas. (Trad. A. Moure)
En el segundo grupo contamos también con tres tipos: pasar un pincel de cerda dura para aumentar la rugosidad; picar la primera capa del mortero cuando la superficie está ya seca; o hacer una serie de marcas en la capa aún fresca, como las realizadas a mano o las populares incisiones en zigzag también llamadas en “V” recurso que es, por otra parte, el más frecuente y es el que documentamos en el conjunto que presentamos. Este sistema ya era utilizado en Grecia y así lo tenemos atestiguado, por ejemplo, en el oecus K de la Casa del Tridente en Delos y en el teatro de Filipos en Macedonia. De aquí pasará a Roma cuyos artesanos también parecen haberse inspirado en el opus spicatum que ya conocían, donde la disposición de los ladrillos en el suelo forma una suerte de espiga similar al dibujo realizado con las incisiones del sistema de sujeción que ahora comentamos (Barbet & Allag 1972, 950-951; Lugli 1957, lám. XXVI, 2 y 6) (Fig. 15).
Mucho se ha discutido acerca de los útiles empleados para este procedimiento. Se ha supuesto que el artesano romano empleaba una plancha o una placa de tierra cocida cubierta de espigas en relieve, la cual había de ser presionada sobre el muro con el fin de imprimir rápidamente el motivo. Ahora bien, para corroborar totalmente esta hipótesis habría que detectar por medio de calcos trasladados sobre una pared que conservase la mayor parte de su superficie, la repetición periódica de alguna posible imperfección que se encontrara en la plancha. Otra posible prueba de su uso se obtendría en una pared con incisiones en “V” sin fallos, de lo que deduciríamos la utilización de una placa perfecta. Desgraciadamente, estas comprobaciones son difíciles de hacer pues raramente tenemos un muro enteramente degradado hasta una capa de mortero así preparada, y tampoco solemos poder recomponer toda la pared con los fragmentos hallados en una excavación25.
Quizá el instrumento para hacer las incisiones guardaba relación con el tipo de mortero utilizado. Los estudios realizados sobre las improntas han permitido identificar muchos otros posibles útiles que van desde una suerte de gubia hasta un punzón fino pasando por una herramienta de punta cuadrada. En cualquier caso, para corroborar estas hipótesis se necesitaría un análisis técnico, sistemático y de conjunto sobre todos los fragmentos que presenten improntas de este tipo. Solo si se publican más estudios sobre los reversos, podremos establecer conclusiones no solo sobre los útiles empleados para el procedimiento sino también sobre la frecuencia de uso de cada instrumento y su relación con un lugar o época determinados.
Se ha especulado también acerca del posible alisamiento del mortero ya desde la primera capa y no sólo en las dos últimas, como hemos apuntado anteriormente. Aunque habría que mantenerlo rugoso y con asperezas para una mejor adhesión de las siguientes capas y para que se adaptara mejor al muro que pretendía cubrir, lo cierto es que, como ya argumentara S. Augusti (1950, 340; 1957, 19), haría falta cierta regularidad en cuanto al grosor para realizar las incisiones con los pertinentes instrumentos.
En conclusión, a la hora de diferenciar conjuntos, otro de los factores a los que podemos atender es la impronta de los reversos, pero también este criterio ha de ser contrastado (Barbet 1973, 74). Puede ser que varios conjuntos presenten el mismo sistema de improntas o que fragmentos pertenecientes a la misma pared cuenten con distintos sistemas de sujeción. Sí es de gran utilidad tomar estas improntas como criterio para reconstruir los conjuntos una vez sepamos si su orientación es vertical u horizontal26.
Trazos preparatorios
Ya son muchos los estudios realizados sobre pintura mural en donde se ha comprobado la eficacia de tomar los trazos preparatorios como criterio a la hora de diferenciar conjuntos (Guiral & Martín-Bueno 1996, 112-113; Fernández Díaz 2008, 73) siempre y cuando se tenga en cuenta, como veremos más adelante, que se pueden combinar entre sí.
Las últimas labores que se llevaban a cabo antes de aplicar la pintura eran los trazos preparatorios que se realizaban sobre el enlucido todavía húmedo. La situación de cada elemento decorativo estaba ya programada cuando se comenzaban a extender las capas de mortero, de tal forma que cada vez que una nueva banda se disponía, el artista medía y ubicaba las líneas maestras de la composición, ejes de simetría y determinados puntos de referencia que servían para trabajar sin error dentro de la rapidez que implica pintar con la técnica del fresco.
En época romana se emplearon tres procedimientos para esbozar la pared y sus ornamentos (Barbet & Allag 1972, 935 y ss.; Abad Casal 1982b, 146-148; Barbet 1998, 105-106). Su identificación es difícil –sobre todo en el caso de los trazados pintados– ya quedaban cubiertos por la decoración, de tal forma que hoy en día solo son visibles si se ha desprendido la capa pictórica.
Uno de los métodos es el trazado con cordel: este elemento marcaba sobre el enlucido todavía húmedo una impronta hueca que actualmente se distingue porque se reconocen en el negativo las fibras a veces impregnadas en ocre. Sobre todo se utilizaba para marcar las líneas maestras de la decoración y, en cualquier caso, sólo para líneas rectas (Fig. 16)27.
Otro sería el trazado pintado. Las líneas maestras de una decoración o un dibujo detallado se marcaban en color ocre con un pincel (Fig. 17). No debe confundirse con el procedimiento de la sinopia, empleado mayoritariamente en los siglos XV y XVI. La diferencia estriba en que el trazo preparatorio del que hablamos se efectuaba sobre la capa de finalización justo antes de la pintura, y los artesanos o artistas que hicieron uso de la sinopia realizaban el boceto con tierra roja sobre la capa de preparación antes de extender el mortero que iba a constituir la capa de finalización, es decir, recubrían el dibujo con un nuevo enlucido destinado a recibir la pintura al fresco28.
Se ha argumentado que este recurso tuvo su mayor auge durante los dos primeros estilos. El terremoto del año 63 d.C., culpable de numerosas reformas, habría provocado la búsqueda de un método que permitiera esbozar la decoración con mayor rapidez, presentándose la incisión como la mejor solución a este problema (Barbet & Allag 1972, 1016; Abad Casal 1982b, 146). El estudio, entre otros, de A. Barbet sobre algunas pinturas de la Galia constató que el fenómeno se repetía en las provincias a pesar de la inexistencia del terremoto. Actualmente estas hipótesis están superadas. En Pompeya sabemos de la utilización del trazo pintado en el IV estilo, cuando se supone que ya se había abandonado por un método más eficiente (Sabrié & Solier 1987, 259-266). En Hispania C. Guiral demostró que se había seguido recurriendo a este método a finales del siglo I y también en el siglo II d.C. en lugares como Bilbilis (Guiral & Martín-Bueno 1996, 126). En el conjunto que presentamos también se ha verificado el uso combinado de incisión y ocre para los trazos preparatorios de las líneas maestras de una misma pintura.
La incisión fue el sistema de trazado previo predominante (Barbet & Allag 1972, 986-1044; Abad Casal 1982b, 147). El dibujo era trazado en el enlucido todavía húmedo con un instrumento de punta muy fina. Líneas realizadas con este procedimiento delimitaron paneles, bandas de separación, etc., pero también se utilizaron para marcar algunas decoraciones como los candelabros, figuras aisladas, etc., sobre todo a partir del III estilo (Fig. 18).
Ángulos salientes, entrantes y formas curvas
Como ocurre con el criterio anterior, este aspecto sólo ha sido tenido en consideración para diferenciar conjuntos en los estudios más recientes (Guiral & Martín-Bueno 1996, 32; Fernández Díaz 2008, 73) (Fig. 19). Bien es cierto que sobre todo nos es útil para ubicar un fragmento en la estructura general de una pared y por tanto lo utilizaremos sobre todo para plantear las restituciones de determinadas estancias (Allag 2011). Sin embargo, si conocemos de manera aproximada la disposición de un ambiente y sabemos que este tenía vanos o cornisas, podremos adjudicarle –teniendo en cuenta, por supuesto, los anteriores criterios– dichos fragmentos29.
En general, hay que tener en cuenta que si los ángulos son de 90o pueden corresponder a la esquina de una pared o el arranque de un techo plano, mientras que si son ángulos mayores de 180o ya pueden corresponder a vanos (puertas o ventanas). Si presentan una curvatura pronunciada, pudieron revestir una columna.
Decoraciones y colores
Nos referiremos ahora a los criterios correspondientes al proceso de decoración de la pared, es decir, una vez está el soporte preparado para la recepción de pintura.
Los primeros eruditos y viajeros que visitaron Pompeya quedaron impresionados por el buen estado de conservación que presentaban las pinturas murales (Augusti 1957, 3). Aún hoy nos preguntamos, como ya lo hicieran aquellos, qué técnica fue la empleada por parte de los artesanos romanos y qué colores posibilitaron su conservación. Hemos de combinar los escritos de autores clásicos30, fuentes historiográficas, arqueológicas y arqueométricas para dilucidar esta cuestión.
Respecto a la técnica, diremos entonces que existen tres posibles procedimientos (Cagiano 1961, 146-15331; Barbet & Allag 1972, 935-983; Abad Casal 1982b, 152-158):
El primero de ellos y más común es el fresco. Es habitual pensar que cualquier pintura mural estaba realizada con este procedimiento aunque análisis posteriores han demostrado que no siempre fue así. Consiste en aplicar los pigmentos mezclados disueltos en agua sobre el enlucido todavía húmedo. Al secarse, los colores se fijan en la capa subyacente de cal debido al contacto con el anhídrido carbónico del aire y se cristalizan. Vitruvio parece referirse a esta técnica (Sobre la Arquitectura, VII 3, 8):
Cuando se pintan las paredes cuidadosamente al fresco, los colores no palidecen sino que mantienen su viveza durante largos años, porque la cal adquiere porosidad y ligereza al reducir su humedad en el horno y, debido a su sequedad, absorbe cualquier sustancia que casualmente entre en contacto con ella; al mezclarse, se impregna con gérmenes de otros elementos y cuando se solidifica con los distintos ingredientes que la conforman, recupera sus propiedades de sequedad, de modo que de nuevo parece poseer las cualidades específicas de su propia naturaleza. (Trad. J. L. Oliver Domingo)
Este proceso de carbonatación de la pintura puede tener lugar de tres maneras distintas: el procedimiento para llevar a cabo la primera de ellas sigue todos los pasos que acabamos de describir. Es fácil de identificar porque aparecen las jornadas de trabajo32, es decir, que tendremos en la superficie pictórica la marca de unión entre las distintas partes en que se divide la pared. La segunda consiste en aplicar sobre el enlucido seco o semiseco una mano de cal apagada sobre la cual se disponen los colores disueltos en agua. Se conoce con el paradójico nombre de “fresco-seco” y es menos duradera que la anterior. La tercera, supone extender sobre el enlucido seco los colores desleídos en agua de cal. Se suele utilizar para retoques finales. Algunos autores como P. Mora (1967, 70) sostienen que el mortero romano poseía características peculiares que hacían que se conservara húmedo durante más tiempo. Un dato curioso a este respecto es que si se detecta yeso en la receta del mortero del conjunto, este se añade de forma intencionada para acelerar el proceso de fraguado, algo que se ha detectado en varios conjuntos procedentes de Celsa (Mostalac & Beltrán 1994) y Bilbilis33.
El segundo procedimiento es el temple: sobre un soporte seco se pinta con colores ligados con aglutinantes que pueden ser cola, goma arábiga, huevo, leche, caseína, aceite, etc. En el mismo yacimiento bilbilitano se ha detectado esta técnica, por el momento, en una de las muestras procedentes del conjunto B de la Casa del Larario (Guiral & Martín-Bueno 1996, 526, fig. 9)34.
El tercero es el encausto y en él los colores se mezclan con una cera que los consolida y fija al soporte. Es la técnica que más controversia ha suscitado en la historiografía sobre pintura mural (Omarini 2012). En la actualidad está plenamente documentada su utilización como aglutinante tal y como se ha demostrado recientemente, por ejemplo, en el triclinium de la Domus del Sátiro en Córdoba (Cerrato et al. 2020, 8)35.
Centrándonos ahora en los colores empleados en pintura mural romana, contamos con información sobre los mismos en Vitruvio y Plinio fundamentalmente, si bien existen referencias en otros autores como Filóstrato –quien describe el arte de pintar por la mezcla de colores (Filóstrato, Vida de Apolonio de Tiana, II 22)– (Olmos 2006, 29), Teofrasto o Dioscórides (infra), que tratan el tema, pero de manera sucinta (Augusti 1967, 24-25; Abad Casal 1982a, 198). Todos coinciden en clasificar los pigmentos según sean naturales o artificiales y dan indicaciones sobre su origen y el método de fabricación. Difieren, sin embargo, en el número de colores existentes; así, Vitruvio nos da una lista de veinticuatro mientras que Plinio eleva el número a treinta y cinco. S. Augusti (1967), autor pionero en el estudio de esta cuestión, identificó veintisiete pigmentos diferentes.
Ahora bien, como en tantos otros aspectos “guiados” por los clásicos, se presenta un problema que no debemos pasar por alto. No describen más que las prácticas y los materiales más corrientes en el centro del Imperio –Italia y más concretamente Roma– y por consiguiente no sabemos lo que ocurría en las provincias. Surgen así muchas preguntas: ¿Juegan la geología y la geografía un papel esencial en la elección y uso frecuente de ciertos pigmentos? ¿Hay un sentido cronológico en el empleo de algunos colores vinculado al abandono de un yacimiento, al descubrimiento de un lugar más rentable o de una materia de mejor calidad? La respuesta a todas estas cuestiones no solo la obtendremos a partir de análisis químicos (Delamare 1984, 90) sino también por el estudio de la mineralogía, la metalurgia, las redes comerciales, etc., de la sociedad en cuestión (Béarat 1997, 11-16). Afortunadamente, la capa pictórica de las pinturas murales es un tema que, historiográficamente, se ha tratado en profundidad y se siguen celebrando congresos, coloquios y reuniones, ayudadas por el lógico avance de las ciencias que colaboran en su estudio, que contribuyen a dilucidar ciertos aspectos de la problemática que presenta su estudio36.
La paleta de colores que pueden presentar los conjuntos pictóricos en el arco cronológico que nos movemos, es muy amplia (André 1949). Así, nos podemos encontrar con el rojo, el azul, el amarillo, el negro, el blanco, el verde y el violeta, mayoritariamente. A continuación describiremos las características más reseñables de cada uno, teniendo en cuenta que existen muchísimas más particularidades para cada color.
El rojo es uno de los colores que con más frecuencia se presentan en los restos pictóricos. En pintura mural romana es extremadamente variable y su denominación depende a veces de la apreciación del observador. Los autores clásicos (Vitruvio, Sobre la Arquitectura VII 7, 1; 9; 12; Plinio, Historia Natural, XXXIII 111-124; XXXV 15-16; 30; 33-36; 38-40; 177; Teofrasto, Sobre las piedras, VIII 51-54; 58-60; Dioscórides, Sobre los remedios medicinales, V 93-98; Isidoro de Sevilla, Etimologías, XIX 17, 2-8; 11; 13) diferencian entre: minium –conocido como rojo cinabrio procede del sulfuro de mercurio–37, rubricae –obtenido a partir del óxido del hierro cuyo principal componente son los hematites u obtenido también por la calcinación del ocre amarillo–, sandaraca –bisulfuro o, a veces, trisulfuro de arsénico–, cerussa usta –óxido salino de plomo obtenido por la cocción de la cerussa blanca o del sil en el horno y su posterior enfriamiento con vinagre–, cinnabaris indicus –formado por la resina de las palmas– y spuma argentis –óxido de plomo– (Augusti 1967, 76-92; Abad Casal 1982a, 403). Por su mezcla con otros pigmentos o componentes, minerales u orgánicos (Guichard & Guineau 1990, 245), se podían obtener otros colores: rosa –a partir de la mezcla del rojo con el blanco– y marrón –por su mezcla con el negro–; y también distintas tonalidades del propio color, dependientes de la mayor o menor presencia de los componentes que hemos citado para cada una de las variedades de este pigmento (Béarat 1997, 29-30; Marchese et al. 1999b, 236).
Merece la pena detenernos en la importancia del rojo procedente del cinabrio. Normalmente su empleo es muy minoritario y sólo aparece en pinturas con un rico repertorio ornamental debido a lo elevado de su precio38. Por ello, debía ser proporcionado por el comitente, aunque también es posible que se hiciera así para evitar falsificaciones (Dubois-Pelerin 2008, 135). La causa principal de su precio era la poca existencia de minas de mercurio, siendo las de Sisapo (La Bienvenida, Ciudad Real) las que suministraban las mayores cantidades de material en bruto para ser refinado en Roma, tal y como se demuestra en los estudios arqueométricos realizados en las pinturas de la propia ciudad de Sisapo ya que el color rojo con el que se pintaron sus paneles era una mezcla de plomo y hematites lo que indica que ni siquiera los sisaponenses pudieron tener acceso a este preciado pigmento (Zarzalejos et al. 2014a y b). Esto hacía que se reservara dicho color para los edificios públicos, y su presencia decorando grandes superficies en casas privadas –como en la Casa de Hércules de Celsa (Velilla de Ebro, Zaragoza) (Guiral 1994, 49) o en el conjunto que presentamos (Calatayud, Zaragoza)– sea testimonial.
Es cierto que en algunos de estos conjuntos en los que se ha utilizado el rojo cinabrio para grandes superficies, debajo subyace otra capa de un rojo de menor coste, fenómeno que podemos observar en el conjunto que estudiamos tal y como veremos en el capítulo referente al análisis arqueométrico (Fig. 20). No sabemos si este hecho era consecuencia de una falsificación, como ya nos advierte Plinio39, si se trataba de una maniobra conscientemente demandada para reducir costes, o si respondía a un criterio estético (Delamare 1987a, 335; Barbet 1987c, 156-161; 1990a, 257-260; 1998, 108-109; Allag & Groetembril 2021, 206-207). Conviene recordar también que la propia capa de cinabrio aparece frecuentemente mezclada con minio y/o hematites. A este respecto, del total de las treinta y cuatro muestras válidas estudiadas en varios puntos de la geografía española (Guiral & Íñiguez 2020a) –habiendo priorizado aquellas en las que el rojo cinabrio se extiende por grandes superficies–, se ha concluido que, efectivamente, en la mayoría de los casos existe esta subcapa bajo la capa principal de rojo pudiéndo ser o bien roja a partir de hematites o bien ocre amarilla procedente del hidróxido de hierro. Esto nos hace pensar que pudo ser utilizada esta subcapa también para proteger el propio rojo cinabrio –además de para su abaratamiento o posible falsificación–. Conviene recordar que una de las teorías expuestas a propósito del ennegrecimiento del cinabrio es la sulfatación de la calcita, que se evitaría con dicha subcapa, impidiendo el contacto directo con el mortero40.
A. Barbet ha estudiado la difusión del cinabrio en la Galia, para dilucidar si este pigmento puede servir para establecer una datación. Documenta un uso intenso en este territorio desde el siglo I a.C. hasta mitad del siglo I d.C., momento en el que empieza a sustituirse gradualmente por el ocre rojo. Sin embargo, también se constata su uso en momentos posteriores por lo que la autora concluye que no puede usarse como un marcador cronológico (Barbet 1990, 255-271). En el caso de Hispania y teniendo en cuenta la totalidad de las treinta y cuatro muestras válidas (Guiral & Íñiguez 2020a), podemos decir que el cinabrio hace su aparición en el s. II a.C., para posteriormente entrar en declive en torno a finales del s. II d.C. y principios del siglo III d.C., lo que podría ponerse en relación con el declive de las minas de Sisapo (Zarzalejos et al. 2019). Bien es cierto que en las pinturas más tardías de la Villa de los Baños de Valdearados (Burgos), se constata la utilización minoritaria del cinabrio posiblemente procedente ya de las minas de Tarna (León) (Jorge-Villar & Edwards 2005: 285).
Otro color muy frecuente es el azul. Se obtiene de forma artificial y son los autores clásicos, que lo denominan caeruleum aegyptium –azul egipcio o frita de Alejandría41– quienes nos ofrecen la receta de su fabricación (Vitruvio, Sobre la Arquitectura, VII 11, 1; Teofrasto, Sobre las piedras, VIII 55; Plinio, Historia Natural, XXXIII 161-163; Dioscórides, Sobre los remedios medicinales, V 91; 92; Isidoro de Sevilla, Etimologías, XIX 17, 14; 16): se mezcla arena y salitre machacados con limaduras de cobre; la pasta resultante se humedecía y se metía al horno a una temperatura mayor de 800º en forma de pequeñas bolas.
Aunque su procedencia es egipcia, se podían obtener otras variedades en otros lugares lo que hace que las fuentes nos transmitan otras formas de denominar al pigmento: caeruleum scythium, cyprium, e hispaniense –de las minas de Almadén– entre otros. El producto final era silicato doble de cobre y calcio. El pintor variaba el tono moliendo más tosca o más finamente la producción obtenida en el horno y a veces tenía lugar su disolución con la ayuda de un blanco de dolomita. También se podía modificar la tonalidad por el añadido de un pigmento verde (Augusti 1967, 62-72; Abad Casal 1982a, 402; Delamare 1983a, 74; 1984; 1997; Barbet 1987c, 161-162; 1998, 108; Béarat 1997, 24).
No es habitual encontrarlo decorando grandes superficies aunque existen excepciones como en el caso del conjunto que presentamos (Barbet 1987c, 167). Se trata, como el anterior, de un pigmento relativamente caro –aunque en ningún momento alcanzaba la consideración del rojo cinabrio– y lo normal era limitar su uso a pequeños paisajes o cuadros mitológicos, o utilizarlo como fondo en interpaneles (Guiral, 1994, 50)–.
Un dato descubierto hace relativamente pocos años, muy interesante para el estudio de este pigmento, es que se puede datar directamente con ayuda de la termoluminiscencia debido a su naturaleza artificial (Schvoerer et al. 1988, 107-119).
Interesante resulta también el hecho de que en los conjuntos bilbilitanos en los que se utiliza el azul egipcio para decorar grandes superficies siempre existe subcapa cuyos componentes varían: en unos casos esta capa inferior está elaborada a partir de partículas carbonosas y en otros a base de tierras verdes (Íñiguez 2020, 47) (Fig. 21). El porqué de este fenómeno puede tener varias posibles respuestas sin que estas sean necesariamente excluyentes entre sí. Como en el caso del rojo cinabrio y tal y como ya advirtiera A. Barbet (1987, 162), puede ser una forma de abaratar el pigmento. El conjunto que presentamos puede ser uno de los que mejor represente esta hipótesis ya que cuenta con una capa subyacente de tierras verdes –como veremos en el capítulo referente al análisis arqueométrico del conjunto–, un color similar a la capa superior pero mucho más asequible. También puede ser una forma de matizar o intensificar el azul egipcio, teoría ya planteada por H. Béarat, M. Fuchs e Y. Dubois (Béarat 1997, 24; Fuchs & Dubois 1997, 185; Allag & Groetembril 2021, 209-210) al analizar en sus estudios varios conjuntos en el área suiza con capa de azul egipcio superficial y capa negra inferior42. Finalmente, quizás sea un recurso para aumentar la adherencia de un pigmento con problemas para ello y/o para “protegerlo” del mortero, es decir, una forma de extender una capa de imprimación antes de extender el azul.
Por último, cabe destacar que, aunque el azul egipcio es el azul más popular en pintura mural romana, también se han detectado otros tipos. Para el caso de Hispania cabe destacar los recientes estudios arqueométricos de S. Jorge-Villar con muestras de la tumba de Servilia en Carmona (Sevilla) (Jorge-Villar et al. 2018, 1218) donde ha detectado un azul a base de lazurita, mineral mezclado con goetita y carbón.
En lo que respecta al amarillo, la amplia gama de tonalidades que presenta, hace que se constaten muchos apelativos en su estudio (Vitruvio, Sobre la Arquitectura, VII 7, 1; 7, 5; 11, 2; 14, 1; Plinio, Historia Natural, XXXIII 158-160; XXXIV 178; XXXV 30; Teofrasto, Sobre las piedras, VIII 49-50; Isidoro de Sevilla, Etimologías, XIX 17, 12): ochrae –que comprendería todos aquellos productos naturales coloreados de hidróxido de hierro que aparecen sobre todo en forma de limonita y contaría con varias clases: sil atticum, marmorosum, pressum, ex Achaia, lucidum, etc.–; auripigmentum –mineral nativo de trisulfuro de arsénico– y una imitación del sil atticum –a base de violetas secas y hervidas mezcladas con creta– (Augusti 1967, 93-99; Abad Casal 1982a, 399; Béarat 1997, 25; Marchese et al. 1999a, 236).
El pigmento amarillo a base de hidróxido de hierro es el más habitual, pero en su composición puede haber tres materiales diferentes: la goethita, el ocre amarillo –que se diferencia de la anterior porque se le añade arcilla– y la marga, la menos habitual de las tres.
En cuanto al negro, las fuentes (Vitruvio, Sobre la Arquitectura, VII 10; Plinio, Historia Natural, XXXV 30; 41-43; 50; Isidoro de Sevilla, Etimologías, XIX 17, 17-19) lo denominan atramentum –obtenido de manera artificial a base del negro de humo en cámaras especiales, aunque también lo hay natural, procedente en este caso del carbón vegetal–; trigynum –o el llamado elephantinum obtenido por la combustión del marfil en vasos cerrados–.
El negro de humo es el que más frecuentemente se encuentra en la pintura mural romana (Augusti 1967, 110-113; Abad Casal 1982a, 402). Era el más fácil de fabricar ya que estaba hecho de carbón. Sin embargo, suele presentar dificultades para su aplicación al fresco ya que las impurezas que contiene este pigmento pueden provocar eflorescencias salinas en un medio alcalino, como es el mortero de cal (Burlot & Eristov 2017). Por tanto, también es habitual encontrar una subcapa en los fragmentos que presentan este color43 que quizás también pudo servir para facilitar el alisado de la capa superior (Allag & Groetembril 2021, 209). El negro procedente del marfil, sin embargo, sólo lo encontramos en Coira (Suiza). Se caracteriza por granos variables en tamaño y de aspecto brillante, y se identifica químicamente por la presencia de fosfato de calcio (Béarat 1997, 25-27). Finalmente, podemos mencionar un tercer tipo de negro era el llamado negro de vid, de uso muy limitado y de un hermoso color negro azulado. Se obtenía tradicionalmente de la quema de restos de vides y uvas desecadas (Colombo 1995; Lluveras-Tenorio et al. 2019)
El blanco es citado por los autores (Vitruvio, Sobre la Arquitectura, VII 7, 3; 12, 1; Plinio, Historia Natural, XXXIII 163; XXXIV 175; XXXV 30; 36-38; 44; 48; 194; Teofrasto, Sobre las piedras, VIII 56; IX, 62-63; Dioscórides, Sobre los remedios medicinales, V 88; Isidoro de Sevilla, Etimologías, XIX 17, 22-23) con diversos términos dependiendo de su procedencia: Paraetonium, Creta –con sus variantes melinum, eretria, cimolia y samia– y Cerussa. Las tres clases se obtienen de manera natural excepto la última que también se podía fabricar de forma artificial (Augusti 1967, 51-52; Abad Casal 1982a, 402).
Los componentes del blanco son variados y por orden de frecuencia en el caso de que se use para el fondo de la pared son: cal apagada, caliza de Creta –un tipo de roca sedimentaria–, dolomita –mineral compuesto de carbonato cálcico y magnesio, que se encuentra frecuentemente en muchas rocas– y aragonita –una de las formas cristalinas del carbonato cálcico junto con la calcita, presente en la concha de casi todos los moluscos–. Para los motivos más pequeños, los elementos básicos del blanco también por orden de frecuencia son: aragonita, caliza de Creta, dolomita, cal, creta anular –igual que la anterior, pero con vidrio machacado añadido–, cerusita –mineral de carbonato de plomo, empleado como ingrediente principal de nuestro “blanco de plomo”– y diatomita –roca sedimentaria silícea formada por microalgas marinas– (Béarat 1997, 19-24; Marchese et al. 1999b, 237).
Una alta gama de verdes es citada en los escritos con diversos nombres (Vitruvio, Sobre la Arquitectura, VII 7, 4; 12, 1; Plinio, Historia Natural, XXXIII 86-91; XXXIV110-116; XXXV 30; Teofrasto, Sobre las piedras, VIII 57; Dioscórides, Sobre los remedios medicinales, V 89; 90; Isidoro de Sevilla, Etimologías, XIX 17, 9-10): creta viridis –procedente de tierras verdes–; chrysocolla –a base de malaquita o de carbonatos de cobre y hierro aunque también hay una variedad que se puede conseguir de forma artificial inundando las minas de cobre en invierno– y aerugo –artificial, con acetato básico de cobre fabricado igual que la cerussa pero sustituyendo el plomo por el cobre– dentro del cual existen muchas variedades como el scolex, la santerna y el hieracium, empleados también en medicina y metalurgia (Augusti 1967, 100-109; Abad Casal 1982a, 410; Barbet 1987c, 163-164; Béarat 1997, 31-33; Marchese et al. 1999b, 236).
Lo cierto es que casi todas las pinturas murales presentan pigmentos procedentes de las tierras verdes. Pueden estar compuestos por muchos minerales, más que por ejemplo los colores rojo o azul (Delamare et al. 1990, 103); de entre ellos podemos destacar la celadonita y la glauconita (Delamare 1984, 90; Grissom 1986). La celadonita se presenta como una sustancia relativamente pura que, en pequeñas cantidades, se encuentra en cavidades vesiculares o fracturas en rocas volcánicas. La glauconita es un mineral de una pureza inferior, pero más abundante y con una distribución geográfica más amplia que la celadonita y a menudo aparece en forma de pequeñas bolitas verdosas, de ahí que se conozca como arena verde.
Los lugares de los que se puede extraer el primer mineral son escasos –por ejemplo, Verona, Trento y Chipre– por lo que, en el caso de que los análisis químicos nos informen de su presencia, estaremos en la posición de realizar hipótesis sobre el lugar de origen de, al menos, la materia prima con la que se fabricó el pigmento (Delamare 1987b, 354)44.
Un hecho para tener en cuenta es la aparición de cristales de azul egipcio entre los componentes del pigmento verde como ocurre en nuestro conjunto (Fig. 22).
Este dato nos ayuda a acotar cronológicamente ciertos conjuntos ya que solo los verdes de la primera mitad del siglo I d.C. poseen esta cualidad, como demostró C. Guiral contrastando los resultados de su investigación sobre las pinturas del yacimiento bilbilitano con los datos obtenidos en Celsa (Guiral & Martín-Bueno 1996, 447). F. Delamare ha indagado sobre las posibles causas de este fenómeno acaecido también en pinturas de la isla de Léro y de la rue de Farges en Lyon (Delamare 1987b, 369-370), entre otras. Si el mineral utilizado en las tierras verdes es la glauconita –verdaderamente fácil de conseguir– es comprensible la utilización de cristales de azul egipcio que compensen el tinte amarillo que la superficie pictórica adquiere, es decir, es debido al poco poder de coloración de las tierras verdes. Sin embargo, es difícil de explicar si es la celadonita ya que la superficie no amarillea con este componente. El citado autor plantea la siguiente hipótesis a este respecto: Plinio habla sobre las tierras verdes como un sustituto de la malaquita, mineral más caro. La extracción de malaquita se ha atestiguado en Chessy-les Mines (Lyon), donde el análisis de este mineral muestra que contiene un pequeño porcentaje de azurita –mineral de color azul–. La dispersión de azul egipcio en las tierras verdes podría tener como origen un intento de falsificación consistente en sustituir la malaquita por una tierra verde.
El color verde procedente de la glauconita no suele utilizarse para cubrir grandes superficies sino que suele ser destinado a bandas de separación y pequeños ornamentos. La razón la debemos buscar en su textura, de difícil aplicación y con problemas de adherencia uniforme. La utilización del pigmento verde para grandes superficies no fue algo habitual, de hecho, en Pompeya solo hallamos tres ejemplos (Santoro 2007, 153-167); sin embargo, aunque fue raro, sí fue constante en el tiempo no respondiendo así a una moda estacional o regional, tal y como ha constatado S. Groetembril (2021) para la Galia. Ahora bien, el verde utilizado en estos casos procede de la celadonita por evidentes criterios técnicos –si comparamos sus propiedades con las de la glauconita– pero ligado también a contextos elitistas. La rareza ya explicada de este mineral parece explicar el hecho de que los yacimientos con conjuntos decorados así estén situados en puntos estratégicos, cerca de rutas de aprovisionamiento de este pigmento.
El color violeta, denominado purpurissum, ostrum, usta o caput mortum (óxido de hierro-hematíes) por las fuentes (Vitruvio, Sobre la Arquitectura, VII 13; 14, 1-2; Plinio, Historia Natural, XXXV 30; 44-46; 49; Isidoro de Sevilla, Etimologías, XIX 17, 15; 19), se obtenía la mayoría de las veces45 tiñendo la creta argentaria con una sustancia colorante (Augusti 1967, 73-76; Abad Casal 1982a, 403; Delamare 1983b, 87-88). Más allá del II estilo se usa de forma restrictiva (Fernández Díaz 2008, 70).
Todos estos colores hubieron de ser preparados en recipientes especiales (Tuffreau-Libre & Barbet 1997; Marchese et al. 1999a, 237)46. Cabe destacar las investigaciones de A. Barbet, M. Fuchs, M. Tuffreau-Libre y C. Coupry, entre otros, en varios yacimientos y el contraste de las investigaciones con los resultados de las excavaciones pompeyanas (Barbet et al. 1996, 57-61; Barbet et al. 1999; Barbet & Tuffreau-Libre 2001, 255; Tuffreau-Libre et al. 2013). A falta de más estudios en otras provincias del Imperio, hasta momento se ha concluido que hay cinco posibles tipos de contenedores: frascos de vidrio, vasos de cerámica pequeños y medianos, caparazones y vasos de bronce. El descubrimiento de tales recipientes ha ido acompañado, en la mayoría de los casos, del hallazgo de objetos asociados a la acción pictórica: bastones de color, paletas, morteros, espátulas, estuches, botes diversos, etc.47
Volviendo a la metodología, una parte muy importante del trabajo es entonces la observación de los colores48. Algo sustancial es intentar averiguar qué pigmentos fueron empleados de fondo y cuáles se superpusieron a los anteriores, aspecto muy importante cuando contamos con un fragmento con sólo dos tonalidades sin ninguna otra información (Abad Casal 1982b, 136). Por otra parte, muchos de los rasgos descritos más arriba los podremos averiguar con ayuda de una lupa, la luz y una especial atención visual (Delamare 1987c, 196); por lo tanto, deberemos realizar este primer paso antes de apostar por un análisis químico, procedimiento muy válido pero de elevado coste.
El conocimiento sobre la utilización de determinados pigmentos nos dará datos que van más allá de aspectos meramente descriptivos y técnicos. El color ha tenido siempre un significado propio y concreto desde la Prehistoria. Esta idea en Roma llega a alcanzar límites hasta entonces desconocidos, sobre todo en el denominado III estilo cuando la decoración quede totalmente subordinada a los colores presentes, los cuales, a veces expresaban ideas concretas. Con Augusto imperarán las paredes decoradas con paneles rojos y negros que no hacen sino expresar la sobriedad y austeridad propias de la época (Schefold 1963, 15). Ya en el IV estilo tendremos zonas pintadas en amarillo –color poco usado en la época anterior– que no hace sino hablarnos de la calidez pero también del lujo característico de la época de Nerón (Schefold 1963, 18).
Por último, también habrá que atender a los propios ornamentos en sí pero hemos de ser muy cautelosos en este sentido pues puede haber motivos que se repitan en varios conjuntos de muy distinta cronología. Además, debemos tener en cuenta que hay decoraciones –como las imitaciones marmóreas, por ejemplo– que tienen una larga perduración en el tiempo. Quizás aquí es donde adquiera más sentido un conocimiento previo de las características estilísticas de la pintura mural romana.
Como conclusión a este apartado, debemos señalar que, afortunadamente, distintos estudios nos proporcionan suficientes armas y criterios a la hora de poder individualizar conjuntos decorativos. Sin embargo, siempre habremos de realizar esta tarea combinando, tanto como nos sea posible, todos los que se ponen a nuestra disposición ya que cada uno de los factores que hemos descrito no basta, en principio, por sí solo para obtener buenos resultados en este aspecto.
Ensamblaje o puzle
En esta fase del trabajo, nos ayudará tanto la labor documental en la excavación –elaboración de calcos, fotografías y etiquetado correcto de cajas– como las tareas limpieza, sobre todo de los laterales de las piezas, pues va a ser ahora cuando intentemos su ensamblaje.
Es sin duda la parte más laboriosa del estudio y requiere espacio además de tiempo. Una vez diferenciados los conjuntos, expandiremos las piezas en mesas cuya superficie contará con una cama de arena para no dañar el reverso y para poder situar al mismo nivel los fragmentos que conserven distinto grosor de mortero (Allag & Barbet 1982, 5-6; Mora & Philippot 1984, 316). En primer lugar, deberemos probar la unión entre las piezas de la misma caja ya que se supone que son placas cercanas entre sí en el momento de la exhumación y, por tanto, pueden proceder de la misma zona de la pared. Sólo una vez desechada esta ligazón, ensayaremos con los fragmentos de otras cajas (De Vos et al. 1982, 8-9). Para no perder demasiado tiempo en intentar el ensamblaje de todas las piezas entre sí, utilizaremos los mismos criterios para las pruebas que hemos descrito antes: observación del reverso, del mortero, de los ornamentos y de los colores. De la misma forma, para no intentar realizar el puzle por los cuatro ángulos de cada pieza, trataremos de orientar los fragmentos (Fig. 23).
Cuando estos no posean ninguna característica que nos ayude en tal tarea, podremos recurrir a las marcas de las improntas del reverso si conserva la última capa, o mirar con ayuda de una lupa la dirección de las pinceladas49 e indicarla con una tiza sobre la pieza para no perder dicha referencia. Igualmente, cuando dos piezas encajen marcaremos la unión con una tiza, procedimiento muy útil que evita el extravío de los fragmentos.
Una vez finalizado este proceso, tendremos las primeras recomposiciones denominadas parciales de los muros (Barbet 1984b, 38), lo que nos va a ayudar a la comprensión de la articulación decorativa.
Representación gráfica de los fragmentos
Cuando contemos con algunas placas reconstruidas, conviene repetir los calcos realizados en la excavación pues tras la limpieza y el puzle se pueden elaborar de manera mucho más detallada y completa (Fig. 24). Este será el primer paso para la representación gráfica de los fragmentos. Escanearemos posteriormente los calcos y reduciremos de la escala 1/1 a la que están, a escala 1/2050.
Para la representación gráfica de los fragmentos se utiliza la metodología comúnmente aceptada consistente en realizar un trabajo combinado de fotografías y dibujos, de tal forma que los dos elementos sean complementarios entre sí (Barbet 1987b, 20-23) (Fig. 25).
La fotografía es el método más fiable para captar la realidad. Tendremos con ella una visión totalmente veraz de los colores, ornamentos y textura de los fragmentos. Sin embargo, un registro exclusivamente fotográfico se presentará insuficiente por varias razones: por una parte, los motivos se encuentran atenuados y muchos apenas son visibles, y la foto, sobre todo si debe ser reducida, será un mal medio para el fiel reflejo de los mismos; por otra, los complementos eventualmente aportados a la decoración existente para hacerla comprensible no pueden ser sugeridos más que por el dibujo (Barbet 1984b, 52-53; Allag 1987, 17).
A la hora de dibujar los fragmentos (Barbet 1984b, 47-51), deberemos decidir si representamos también las lagunas que muestran o si por el contrario hacemos constar todos los elementos siempre y cuando sean estereotipos decorativos (Allag 1982, 86, fig. 4.4)51. En nuestro caso, nos hemos decantado por la segunda opción, ya que va a ser la fotografía la encargada de transmitir con detalle el tipo de lagunas existentes. Por otro lado, cuando sea el momento de efectuar un acercamiento a la restauración del conjunto que estemos trabajando en ese momento, nos detendremos en explicar y señalar convenientemente todas las degradaciones sin que la presencia de las mismas afecte a la comprensión total de la decoración de la estancia.
La representación gráfica supone una labor interpretativa y subjetiva por parte de la persona que la lleva a cabo y jamás podremos realizarla sin la previa adquisición de conocimientos. Asimismo y por este hecho, todos los dibujos de piezas pueden, e incluso deben, ser objeto de una reinterpretación más aún si, como en nuestro caso, optamos por representar todos los elementos.
Por razones prácticas, conviene asociar a cada color una nomenclatura a la hora de realizar los calcos y dibujos. Para denominar a cada color hemos tenido en cuenta las tres dimensiones que presenta: el “matiz”, es decir, la cualidad por la que distinguimos un color del otro; el “valor”, que nos hace diferenciar un color claro de otro oscuro; y el “cromatismo”, que indica un color vivo o pálido. Siguiendo estos tres puntos, presentamos las siguientes abreviaturas utilizadas de manera convencional para la restitución gráfica de las pinturas (Barbet 1984b, 51; Arroyo-Bishop & Lantada 1992, 67).
A.- Amarillo c.- Claro
Az.- Azul o.- Oscuro
Bg.-Beige p.- Pálido
B.- Blanco i.- Intenso
Gn.- Granate Gr.- Gris
M.- Marrón N.- Negro
Na.- Naranja R.- Rojo
Rs.- Rosa V.- Verde
Vi.- Violeta
El beneficio que nos aporta la representación gráfica con ayuda de la fotografía hace que hayamos llevado a cabo esta labor antes de realizar las fichas de catalogación ya que, si bien estas nos ayudan a clasificar las piezas desde un primer momento, se revelan incompletas cuando no van acompañadas de las pertinentes imágenes (Fig. 25)52.
Catalogación
Para llevar a cabo un buen registro de los restos pictóricos de un conjunto, se ha de configurar una serie de fichas de inventario –que completarán las fichas técnicas de excavación– cada una de las cuales incluirá las características técnicas y decorativas de cada fragmento. Por nuestra parte, hemos creado una base de datos denominada Pictor concebida en dos partes, una integrada en la otra.
La primera parte corresponde al inventario de cada pieza o placa que integran cada conjunto pictórico. Cada una de las fichas informatizadas que hemos elaborado –con ayuda del programa File Maker– recoge un fragmento o placa cuyo análisis nos pueda proporcionar información para su restitución y por tanto para la mejor comprensión del conjunto. El objetivo de cada documento es triple: dar una mayor agilidad en la búsqueda de piezas clave, permitirnos ver de manera detallada toda la información que nos proporciona el fragmento en cuanto a peculiaridades técnicas y ornamentales, y enumerar todos los procesos que se han llevado a cabo sobre el mismo desde el momento de su extracción. Así las cosas, contiene información sobre aspectos técnicos, estilísticos y referentes al proceso de limpieza y restauración; y se encuentran organizados de la siguiente manera:
Número de inventario del fragmento.
Número obtenido en el siglado, muy importante recogerlo ya que no siempre nos llegan materiales al laboratorio excavados o siglados por nosotros mismos.
Nivel estratigráfico al que pertenece.
Fragmentos que lo forman, ya que a veces se trata de una placa con varios fragmentos.
Una imagen, tanto mejor si va acompañada de un dibujo pues ambos procedimientos se complementan.
El emplazamiento original en la pared: zona inferior, media, superior o techo.
Información acerca del número de capas de mortero, espesor, composición.
Descripción de los trazos preparatorios si los tuviera: incisos, a cordel, pintados, etc.
Una pequeña descripción del fragmento que complete la información proporcionada por la fotografía y/o el dibujo.
Explicar si observamos superposición de colores, ya que esto nos va a indicar el orden a la hora de pintar la pared.
A través del apartado de “observaciones”, indicar si hay algún factor importante a reseñar, no recogido anteriormente.
Una segunda parte de esta base de datos consiste en la inserción de este grupo de fichas en la base de datos global –llamada, como decimos, Pictor– que recogerá el inventario de cada uno de los conjuntos estudiados, en este caso, en nuestra área de estudio, el cuadrante nororiental de la península ibérica. Efectivamente, el estudio de pintura mural romana plantea la necesidad de relacionar varios conjuntos estudiados en un territorio concreto para obtener datos de muy variada naturaleza más allá de los meramente descriptivos.
Los apartados de nuestra base de datos han sido los siguientes: en primer lugar, en la parte superior de la ficha, se observa el número de catálogo del conjunto cuyos últimos números corresponden al número de fragmentos o placas que componen cada conjunto. A este respecto hay que decir que necesariamente tiene que coincidir con el número de registros empleados en el inventario del conjunto. En segundo lugar, continuando también en la zona superior, se ha habilitado un enlace al inventario del conjunto para que el investigador acceda a las características particulares de cada fragmento si así lo desea.
Posteriormente se muestra una descripción exhaustiva del conjunto así como de sus datos técnicos –técnica pictórica empleada, trazos preparatorios, etc.– del anverso y reverso –en este caso se realiza un resumen del número de capas, grosor y composición del mortero– acompañando todo esto con fotos generales si las hubiera. Además, se informa de si ha sido –o está siendo– objeto de algún proceso de restauración.
De vital importancia es el último apartado, donde indicaremos bibliografía de referencia en la que mostraremos si el conjunto ha sido publicado. De esta manera, quien lo desee, podrá acceder a los estudios dedicados a la interpretación de cada conjunto.
La terminología adoptada para describir todo este proceso es la propuesta por la escuela francesa (Barbet 1969, 89-91), que luego han traducido investigadores españoles (Guiral & Martín-Bueno 1996; Fernández Díaz 2008), quienes también han añadido términos53. A esto hay que añadir la gran labor de compilación de términos sobre pintura mural romana elaborada por el proyecto TECT (Salvadori et al. 2014).
Restitución decorativa
Llegados a este punto, ya debemos contar con los datos suficientes para proponer una hipótesis sobre cómo se articulaba la decoración. A la hora de hablar de restitución decorativa conviene distinguir dos clases cuyos límites han de ser esbozados para no dar lugar a confusión a la hora de describir nuestra tarea.
Respecto al primer tipo, se trata de una reconstitución efectiva de los fragmentos reales de una decoración que hemos buscado recomponer lo más completamente posible. Los principios que la rigen se han ido afianzando a lo largo de los años, fruto del trabajo realizado sobre pinturas murales por parte de muchos investigadores y son aceptados por la mayoría de los especialistas.
El segundo tipo en cambio, apoyándose en el estudio de la posición de los fragmentos, realiza una reconstrucción puramente ideal, virtual en el sentido estricto del término, y es por tanto imposible para el observador medir la parte original de la parte hipotética y juzgar verdaderamente la propuesta sin documentos originales que la acompañen. Su realización puede presentar bastante dificultad e impera en la misma un diálogo constante entre informáticos y arqueólogos. En ella adquiere mucha importancia velar por las proporciones en el momento de la trasposición de un esquema parietal a un soporte virtual. Asimismo, implica disponer a la vez de la escala del modelo y de una estimación razonable de la elevación del edificio. En cualquier caso, este segundo tipo nunca deberá ser la única restitución que propongamos y deberemos realizarla en todos los casos después de haber llevado a cabo la primera, más importante como vemos para la investigación (Barbet 2008a)54.
Todo el trabajo de campo y de laboratorio debe ir encaminado hacia la realización de una restitución del conjunto de la decoración. Prácticamente el total de pinturas que llegan hasta nosotros están incompletas y de ellas un buen porcentaje de las mismas resultan incomprensibles sin una restitución, fundamentalmente por su estado fragmentario. Una representación gráfica de conjunto supone el medio más simple para llegar a este resultado pero la realización es problemática pues hace falta una ejecución rápida, poco costosa y fiable.
Contamos con numerosas restituciones ya en el siglo XIX en las cuales, a partir de algunos fragmentos, toda una pared es recreada pero sin que la representación de esas piezas clave permita justificar el dibujo. Actualmente, la investigación es diferente y si bien los convencionalismos gráficos han sido normalizados (Barbet 1987b, 18-33; Allag 1982, 89; 1987a, 22-25; Barbet 2016; Castillo 2020, 116-118), lo cierto es que la materialización en el dibujo de las partes reales y las supuestas es un problema que se resuelve de manera diferente según el caso y que por tanto tendremos que adaptar al conjunto pictórico que estudiemos en ese momento, como ya hemos visto que ocurría en la representación gráfica de los fragmentos. Así pues, hay que partir del hecho de que en la restitución se puede imponer una única solución lógica pero con muchas variantes factibles, es decir, que nunca esta labor será plenamente objetiva. El juego especulativo no debe ser así totalmente descartado. Hay que ir lo más lejos posible dentro de la comprensión del esquema global y admitir siempre que la propuesta que hacemos es provisional y puede, y de hecho debe, ser puesta en duda. Por otro lado, a veces es mejor presentar muchas pequeñas secuencias decorativas que una proposición global excesivamente arriesgada.
Así las cosas, en primer lugar, tendremos que comprender el estado de fragmentación de nuestras pinturas, es decir, si contamos con grandes piezas que permiten conocer la totalidad de las dimensiones y proporciones de la pared o si, por las características de las piezas, sólo vamos a poder plantear un esquema general del muro con proporciones convencionales discutibles (Guiral & Martín-Bueno 1996, 30). En cualquier caso, la restitución siempre nos va a aportar datos sobre el alzado de los ambientes (Barbet 1973, 67) y sobre la cronología (Barbet 1969, 71)
Centrándonos ya en la labor de restitución, atenderemos a los mismos principios que hemos tenido en cuenta a la hora de diferenciar conjuntos pictóricos y también en el puzle –estructura del mortero, sistema de sujeción, colores, ornamentos, etc.–. Pero deberemos llevar a cabo también, para obtener una recomposición lo más fielmente posible, un estudio metrológico y de las proporciones55, lo que nos ayudará, no sólo a una comprensión total de la decoración sino de la propia estancia en sí. Por un lado, para la medición de cada una de las partes y del total de la pared, deberemos tener en cuenta el sistema modular de la época objeto de nuestro trabajo basado en el pie romano –cuyas medidas aproximadas oscilaban entre 28,2 y 32,4 cm56–. Por otro lado, también deberemos atender a las costumbres establecidas en dicho arco cronológico, es decir, de la misma manera que sabemos que una pared se dividía horizontalmente, casi siempre, en tres zonas –zócalo, zona media y zona superior–, también debemos tener en cuenta que existía el hábito de la partición vertical en cifras impares de los paneles (1, 3, 5, 7…) (Barbet 1973, 74), presentándolos de manera simétrica entre sí.
Paralelamente a esto, seguiremos además una serie de presupuestos generales que deberán ser respetados durante todo el proceso (Barbet 1984b, 53-55). Las restituciones hipotéticas habrán de ser distintas a las reales de tal forma que los contornos de las piezas que se conserven serán claramente indicados dentro del esquema general (De Vos et al. 1982, 9). Asimismo, los colores de las partes conservadas serán más intensos. Por otro lado, representaremos todas las piezas salvo las que tienen tonos únicos las cuales contabilizaremos para evaluar las proporciones de decoración conservada (Allag 1982, 89). Finalmente, el trazo contínuo seguido para la realización del esquema general quedará interrumpido indicando así que se desconocen las dimensiones totales, si es el caso. Algunos autores proponen no utilizar reglas para trazar las rectas (Allag & Barbet 1990, 10), pero en nuestra restitución hemos optado por este método, pues no ha desvirtuado la realidad debido a la escala empleada, en la que apenas se perciben los detalles, y a que se han respetado los errores de los motivos originales. En definitiva, son los mismos principios que rigen la restauración.
Uno de los problemas que se puede presentar aunque para otros apartados de la investigación se considere una ventaja, es que estudiemos un conjunto de muy buena calidad técnica y pictórica. Esto puede hacer que los procedimientos habituales para averiguar la situación de ciertas piezas, tales como la dirección de los trazos del pincel, tan claros en otras pinturas utilizando una luz rasante, aquí no sean válidos ya que la buena factura los hará en la mayoría de los casos inapreciables.
En conclusión, hay que tener bien presente siempre que la meta de cualquier restitución es hacer comprensible los restos pictóricos que llegan hasta nosotros, realizar un esquema decorativo con los mismos, y unir este con una serie eventualmente fechable.
Análisis arqueométrico57
Como hemos visto, una pintura mural está compuesta de dos partes bien diferenciadas e iguales en importancia, el mortero y la capa pictórica. Un análisis de laboratorio nos permitirá un mayor conocimiento de ambos elementos, sobre todo, desde el punto de vista técnico. Sin embargo, también nos toparemos con problemas que van más allá de lo puramente arqueológico, imperando así en esta fase la ayuda de otras ciencias (Abad Casal 1982a, 397; Guiral & Mostalac 1994b).
La técnica de realización de la pintura romana ha estado siempre rodeada de un halo misterioso apoyado fundamentalmente en la ambigüedad con la que muchas veces nos transmiten estas prácticas los autores clásicos.
Desde el mismo descubrimiento de las ciudades campanas de Pompeya y Herculano en el siglo XVIII, se han llevado a cabo análisis para averiguar la composición de los materiales. Los primeros trabajos publicados, centrados sobre todo en la capa pictórica, estaban rodeados del entusiasmo característico con el que los grandes químicos de la época se acercaban a las localidades vesubianas; y entre ellos cabe destacar el trabajo de Chaptal (1809) o el de H. Davy (1815), a los que seguirían muchos otros caracterizados por un claro empirismo pero también por un admirable rigor artesanal siempre enmascarado, eso sí, por la retórica presente en el lenguaje hablado y escrito del momento (Frizot 1982, 47-48). Será la obra de S. Augusti (1967), de la que ya hemos hablado, la que suponga un punto de inflexión en este aspecto. Los textos antiguos son útiles para acercarnos a estas cuestiones, sin embargo, muchas veces complican el trabajo al que nos enfrentamos. Algunas traducciones hechas sin ayuda de científicos, las propias lagunas que nos transmiten, más aún cuando las nociones químicas antiguas están más dominadas por la metafísica que por la física, el hecho de que hablen de rumores que circulan más que de experiencias propias, y la terminología usada sin rigor y sin ligación con una naturaleza química que por otro lado ellos ignoraban, son buen ejemplo de ello.
Desde entonces hasta nuestros días, los trabajos han ido orientados a conocer qué podemos aprender de la técnica de realización de la pintura mural y qué podemos suponer que queda por saber. Afortunadamente, cada vez son más frecuentes este tipo de trabajos con la creación de la denominada Arqueometría, en la segunda mitad del siglo XX, en la que aúnan sus esfuerzos arqueólogos, geólogos, químicos y físicos. Ahora bien, debemos ser precavidos a la hora de iniciar un estudio de este tipo pues los análisis suponen un coste muy elevado y no deben por tanto perderse en una simple descripción sino que deben ir encaminados a responder a preguntas concretas que el arqueólogo ha debido formular antes de iniciar estas labores. Si la Arqueología del siglo XIX se contentaba con un estudio descriptivo-cualitativo, la Arqueología de hoy tiende hacia lo cronológico-social-económico.
A través de un análisis de laboratorio, podremos identificar los materiales, verificar la presencia de elementos extraños y también, en algunos casos, determinar los orígenes de los componentes y localizar así talleres, centros de producción y corrientes comerciales (Guiral 1994, 45; Guiral & Mostalac 1994b, 116; Fuchs 2007, 260-261). No obstante, si no orientamos los resultados de los análisis hacia una encuesta de conjunto, nos encontraremos con varios obstáculos difíciles de resolver. Un análisis no aporta información más que sobre la naturaleza de los minerales que se encuentran en la muestra. Por otro lado, no siempre es fácil relacionar una fórmula química con un producto natural o artificial en el caso de que sean pigmentos fabricados. Además, todas las sustancias utilizadas en la pintura y en el mortero son impuras y complejas, y asignar una mezcla a una fórmula definitiva no es fácil; la operación inversa, rehacer la mezcla de origen por la fórmula que nos dé el análisis químico es igualmente complicada. El arqueólogo debe transcribir en términos de realidad, es decir, de procedencia, localización y producción, unos datos que sin el debido análisis global se convierten en meras fórmulas químicas. Muchas veces, una simple encuesta visual sobre la frecuencia y el lugar en el que se encuentra uno u otro tipo de mortero o pigmento será aclaratoria por cuanto nos proporciona datos de la práctica artesanal sin que sea necesario así recurrir a estos costosos análisis (Frizot 1982, 48-49; Barbet 1987c, 156).
En cualquier caso, si se decide por el análisis químico del conjunto pictórico exhumado, se habrán de seguir los siguientes pasos.
En relación a la selección y presentación de las muestras de capa pictórica objeto de análisis, no es conveniente elegir fragmentos de los que se ignora su posición en la pared pintada, su cronología y el edificio y estancia que decoraban. Debemos tener en cuenta que es importante conocer si el pigmento colorea grandes superficies o si se restringe a motivos decorativos de pequeño tamaño, un hecho particularmente importante para los pigmentos de alto coste, entre los que figura el cinabrio. La cronología nos permitirá conocer el lapso temporal de la utilización de un pigmento y finalmente la funcionalidad del edificio, que puede tener una relación evidente con la elección, y lo mismo sucede en las distintas estancias de una misma domus ya que el esquema compositivo, la iconografía y la selección de colores depende claramente de la representatividad en el marco de la casa y del poder adquisitivo del dominus, como hemos apuntado más arriba. La selección, pues, tendrá que estar relacionada con las preguntas formuladas al comienzo de la investigación.
Según J. R. Ruíz (2020), las numerosas técnicas para analizar la pintura mural romana –y en ello incluimos por supuesto el mortero– se dividen en cuatro grandes grupos con varios subtipos cada uno: espectroscópicas –fundamentalmente de infrarrojo (IR), Raman y de fluorescencia de rayos X (XRF)–, cromatográficas –cromatografía de gases acoplada a espectrometría de masas (GC-MS)–, microscópicas –microscopía electrónica de barrido con energía dispersiva de rayos X (SEM-EDS)– y de difracción –difracción de rayos X (XRD)–.
La espectroscopia de fluorescencia de rayos X (XRF) y la microscopia electrónica de barrido con energía dispersiva de rayos X (SEM-EDS), técnica cuantitativa y semicuantitativa respectivamente, se utilizan para conocer la composición elemental de las muestras, siendo la primera más exacta aunque la segunda nos puede proporcionar un estudio de la distribución de un determinado elemento.
La espectroscopia Raman y, en algunos casos la de infrarrojo identifican fundamentalmente compuestos químicos como la calcita o el azul egipcio. La primera ofrece como ventaja que es muy poco penetrante por lo que será muy beneficiosa para el estudio de la capa pictórica.
La difracción de rayos X (XRD), sin embargo, tiene un poder de penetración muy alto y también da información sobre los compuestos químicos existentes, pero estos han de ser cristalinos como los óxidos o hidróxidos de hierro. Es habitual utilizarla junto con la ya citada espectroscopia Raman para conocer la composición de los morteros.
Por último, la espectroscopia e infrarrojo (IR) y la cromatografía de gases acoplada a espectrometría de masas (GC-MS) son técnicas para determinar compuestos orgánicos, por tanto, serán de obligado uso cuando se quiera averiguar si como aglutinantes se ha utilizado materia orgánica.
En cualquier caso, debemos ser extremadamente cuidadosos a la hora de examinar la pintura mural tanto visual como químicamente debido a su particular comportamiento y disposición. Los pigmentos son, por regla general, de composición mineral, natural o artificial, y la cualidad de coloración depende de su fórmula química y de su configuración cristalina. Todo esto varía con la acción de agentes exteriores, como las impurezas que se pueden presentar debido a su larga permanencia enterrada, de tal manera que los colores que vemos en la realidad no tienen por qué ser los que había en origen. Los análisis físico-químicos revelarán toda la composición de la muestra, es decir, tanto los componentes responsables del color como los de la acción producida por los citados agentes exteriores o los “contaminantes” propios del origen de los pigmentos, si son naturales, o añadidos en su fabricación, si son artificiales. A veces, es una ventaja que nos muestren estos materiales extraños, pues pueden informarnos de la presencia de un color “falsificado” o “abaratado”. Por otro lado, la cal presente en la naturaleza del soporte pictórico, en los propios colores por la necesidad de adherirse al mismo, y en el mortero, resulta un material omnipresente y por tanto extremadamente incómodo pues no sólo diluye cierto tipo de partículas, sino que también enmascara las señales de otros minerales (Delamare 1982, 61).
Respeto al mortero, una vez analizadas sus características, podremos pasar a la toma de muestras, siempre de un fragmento que conserve la totalidad de las capas, para realizar un estudio petrográfico (Guiral 1994, 45-46; Guiral & Mostalac 1994b, 94-103; Cisneros & Lapuente 1992, 75-80). Comienza con la observación a simple vista y con una lupa de diamantes (aproximadamente 10x aumentos). A continuación, las muestras se preparan en una lámina delgada; para ello los fragmentos se impregnan con resina y posteriormente se cortan con una sierra pequeña y se pegan en una lámina de vidrio para disminuir su grosor a 30 µm y se pulen. De este modo, la muestra se puede observar bajo un microscopio de luz polarizada (con aumento hasta 200x aproximadamente).
Las ventajas de este método se basan en una simple consideración: estas observaciones ofrecen gran variedad de información directamente accesible y sujeta a críticas por parte del analista. Además, el material se aborda a diferentes escalas sin que se modifique su integridad. Por otra parte, las observaciones permiten resaltar la sucesión de capas cuando se trata de yesos y los elementos agregados también se comprenden mejor que con cualquier otro enfoque. Efectivamente, además de la identificación de elementos naturales, también podemos reconocer fragmentos de caliza mal cocidos, cerámica, nódulos de arcilla, paja, carbones, nódulos de morteros más antiguos, etc. Finalmente, esta técnica tiene la ventaja de ser económica y también se pueden realizar observaciones adicionales directamente en las láminas delgadas preparadas. Así mismo, para verificar la presencia de componentes hidráulicos, la naturaleza de las arcillas, etc., se pueden realizar también análisis mediante Difracción de Rayos X (DRX) o Microscopía Electrónica de Barrido con Energía Dispersiva de Rayos X (SEM-EDS), Catodoluminiscencia, Isotopía estable de Carbono y Oxígeno, resonancia paramagnética electrónica, Microsonda electrónica (EPMA) y los análisis termogravimétricos (TGA/DTA) (Coutelas 2003; Coutelas et al. 2009; Guiral et al. en prensa).
En conclusión, si llevamos a cabo un trabajo meticuloso podremos obtener datos sobre talleres, por las recetas particulares en las que se basaron para la elaboración de pigmentos y morteros (Barbet 1987c, 155; Fuchs 2007, 261); cronológicos, ya que el uso de una determinada técnica de elaboración de la pared y utilización de pigmentos no responde sólo a una moda determinada sino también a los cambios en la forma de trabajar de los pintores (Barbet 1990, 255-256); socioeconómicos, pues no hay que olvidar que conocemos el coste de algunos colores58; e incluso proporcionarnos datos acerca de la jerarquización de habitaciones dentro de una misma estructura (Payne & Booms 2014, 125).
Con todas las matizaciones que hemos ido haciendo a lo largo de este apartado, creemos que se debe considerar el análisis de laboratorio como un medio de correlación de hechos arqueológicos, es decir, que los resultados deberemos corroborarlos y complementarlos con otros procedentes del estudio técnico y estilístico del conjunto, sin olvidar nunca la información proporcionada por la propia estratigrafía de la excavación.
Análisis iconográfico e iconológico
Una vez realizados todos aquellos pasos relativos al análisis de las características técnicas, el registro de las piezas y la restitución de conjunto, debemos abordar un análisis iconográfico e iconológico.
El primero de los términos, iconografía, engloba la historia de la imagen desde su concepción, aspectos tales como la actitud de la figura, sus atributos y el esquema compositivo en el que se inserta. Se trata de un factor fundamental en el estudio que, sin embargo, no podemos tratar sin tener en consideración la iconología59, que se ocupa de las denominaciones visuales del arte, esto es, la representación de virtudes, vicios o determinadas naturalezas, personificadas a través de figuras humanas (Panofsky 2012, 13-20).
El estudio estilístico a realizar sobre un conjunto pictórico, fundamentado en los conceptos que acabamos de desarrollar, deberá seguir el método propuesto por E. Panofsky (2012, 25), que consta de tres niveles: el pre-iconográfico, limitado al estudio formal, compositivo, de luz, colores, gestos y atributos de las figuras; el iconográfico, centrado en averiguar qué aspectos de la imagen proporcionan información sobre su datación, procedencia y tipología; y la síntesis iconológica, que supone un nivel interpretativo relacionando el objeto de análisis con su contexto histórico, político, social, económico y religioso.
En este sentido cobrará importancia en la metodología propuesta la búsqueda de paralelos ya que nos va a conducir, o por lo menos orientar, hacia una época y estilo concretos con características propias que nos permitirán aproximarnos cronológicamente al conjunto pictórico. Además, el estudio en sí puesto en relación con las paredes decoradas ya estudiadas en yacimientos cercanos, nos posibilitará confrontar y confirmar los datos cronológicos establecidos por los niveles estratigráficos.
Por otro lado, también nos pueden dar información sobre el taller que las llevó a cabo y su procedencia. El estudio comparativo, en algunos casos, permite conocer la organización artesanal de los decoradores y establecer algunas rutas y puntos de trabajo. Pero conviene ser prudentes ante este hecho ya que existe la posibilidad de que no se trate de los mismos artesanos trabajando en varios lugares sino de la simple circulación de un cartón compositivo60.
Finalmente, la observación del desplazamiento de temas y sistemas decorativos nos proporcionará una de las claves necesarias para entender las motivaciones ideológicas, históricas y sociales que llevaron a la sociedad objeto de estudio a expresarse mediante un determinado sistema figurado (Bragantini 2007, 21-26). El que podamos sacar conclusiones de este lenguaje de imágenes no hace sino poner de manifiesto la fuerte función comunicativa de Roma. Ahora bien, para lograr una reconstrucción global de la ideología de esta sociedad, debemos enfrentarnos a ciertos aspectos tales como la naturaleza de dichas decoraciones y su función, algo que sólo conseguiremos con una mirada más allá del caso concreto que estudiemos61.
Hay varias cuestiones dentro de este apartado que suscitan controversia. Por un lado, como ya advirtiera el propio E. Panofsky (2012, 5), sin una formación adecuada, corremos el riesgo de que el análisis iconológico realizado se convierta en una suerte de “arte adivinatorio”.
Por otro lado, no contamos con un total consenso historiográfico en algunos aspectos determinantes. Las principales discusiones giran en torno a la influencia o no de los estilos en los que se dividió la pintura mural de Pompeya y Herculano y su cronología. Una primera teoría defiende la posibilidad de datar las pinturas provinciales de acuerdo con las presentes en las ciudades campanas (Barbet 1982, 54; 1983a, 164; 1987a, 7-8). Por el contrario, la teoría regionalista defiende la existencia de una pintura provincial propiamente dicha y por tanto aboga por establecer una cronología en función de los casos locales (Helly 1980, 17; Eristov 1987b, 45-48).
Por nuestra parte, creemos que ambas tendencias son complementarias ya que contamos con muchas publicaciones donde se constata la evidente y directa influencia italiana62 y otras series que se alejan considerablemente de esto. Además, aun admitiendo la importancia de las referencias pompeyanas, deberemos tener en cuenta las matizaciones efectuadas a esta teoría proporcionadas, sobre todo, por la escuela francesa. Así pues, también existe una discusión entre los autores que proponen un retraso provincial en relación a lo que sucede en Italia (Allag 1974, 211; Allag & Le Bot 1979, 36), sobre todo en aquellos lugares menos romanizados, y los que se oponen a tal afirmación (Barbet 1982, 54; 1983a, 164, Kenner 1972, 209-281; 1973, 143-180; 1976, 21-27; 1985, 22-26, 62-81 y 84-95, o Helly 1980, 7-26), que han demostrado la utilización al mismo tiempo de esquemas y repertorios decorativos itálicos en el mundo provincial.
Aunque se constaten diferencias entre las pinturas campanas y algunas provinciales, esto no debe ser interpretado como un rasgo de provincialismo en el sentido peyorativo del término. En primer lugar, porque también existen diferencias significativas entre las pinturas de Pompeya y Herculano y las grandes villae de la zona vesubiana (Allroggen-Bedel 1992, 25-34); y en segundo lugar, porque podemos contemplar la opción de que en un primer momento hubiera una fuerte influencia italiana pero a partir de finales del siglo I d.C. y sobre todo en el siglo II, hubiera un desarrollo de pintores locales que introdujeran pequeñas novedades (Guiral & Martín-Bueno 1996, 34; Fernández Díaz 2008, 80)63.
Así, también hemos podido constatar que normalmente se parte de una base común fundamentada en buscar los primeros antecedentes en Campania cuando las semejanzas son indiscutibles y seguidamente se hace referencia a los ejemplos provinciales (Fernández Díaz 2008, 79).
Clasificación
Nos interesa ahora describir de manera sucinta el esquema seguido a la hora de tratar una decoración. En primer lugar realizaremos una aproximación al yacimiento tratando su cronología y descripción del lugar en la que damos a conocer las principales investigaciones realizadas sobre el mismo, su historia y su contexto arqueológico.
Posteriormente, describiremos la estructura en la que se ha hallado la pintura para a continuación centrarnos en el análisis de su decoración. En cada conjunto diferenciado examinamos las características técnicas –mortero, sistema de sujeción y trazos preparatorios– realizamos una somera descripción y proponemos una restitución hipotética; abordamos el estudio estilístico; establecemos una datación; y por último, exponemos una serie de observaciones a modo de conclusión sobre todas las cuestiones que nos haya planteado el análisis de las pinturas desde todos los puntos de vista: técnicos, estilísticos, económicos, sociales, culturales, etc.. Una vez concluida la recopilación de todos los conjuntos presentes en cada contexto doméstico, efectuamos un resumen y unas conclusiones sobre el discurso decorativo de cada yacimiento.
Notes
- Bulletin de Liaison (Soissons, Aisne).
- I. Carrión (Barcelona), C. Guiral (Zaragoza), M. Monraval (Valencia), A. Fernández Díaz (Cartagena), A. Cánovas (Córdoba), y la autora de este libro, entre otros, son algunos de los investigadores españoles que realizaron estancias en dicho centro.
- Sobre el concepto “taller de pintores” –“painter-workshop” en inglés– autores como A. Barbet (1974a, 105 y 109) o P. Allison (1995, 98-104), recomiendan precaución. El término puede hacer referencia tanto a la organización del personal, como a la habitación o edificio en el cual sus trabajos eran llevados a cabo. En pintura mural romana sabemos muy poco de la ordenación de los artesanos que la elaboraban; además, estamos ante un oficio –a diferencia de los ceramistas, por ejemplo– en el que el lugar de producción es el mismo sitio al que va destinado la obra final, por lo tanto, no es un taller propiamente dicho. Se trata así, según las autoras, de un término ambiguo. Por otra parte, como la relación de trabajo, como acabamos de exponer, podía no ser continuada, P. Allison prefiere hablar de “equipos de decoradores” –“decorators teams”– en lugar de utilizar la palabra “taller”. Sí es cierto que se han documentado locales interpretados como talleres para la fabricación de colores. Se trata de las officinae pigmentariae existentes, por ejemplo, en la Vía Stabiana y en la Casa dei Cubiculi Floreali (I 9. 5) de Pompeya. En estos casos sí que, a juzgar por el material hallado – morteros para triturar, grumos de materias colorantes, etc.– deberíamos hablar de lugares de verdadera fabricación y almacenamiento, para su posterior venta y distribución, es decir, de talleres (Morelli & Vitale 1989, 205-208; Varone 1995; Tuffreau-Libre & Barbet 1997).
- No siempre se cumple esta premisa. Ejemplo de ello es el magnífico triclinio hallado en la Calle Añón de Zaragoza (Guiral et al. 2019).
- Para conocer más sobre el reciclaje y la reutilización de material pictórico en el mundo romano recomendamos la lectura de Carrive 2017; y Guiral & Íñiguez 2020b.
- Las nuevas tecnologías implementadas en la disciplina arqueológica han permitido que las posibilidades actuales, si bien tienen como base el procedimiento que acabamos de describir, sean mucho mayores. En este sentido recomendamos la lectura del trabajo de Martínez et al. 2020, 385 y ss. donde se describe un sistema de registro y documentación que aúna y procesa la totalidad de los datos generados antes y durante el levantamiento del material, basado a su vez en el sistema que creó Elizabeth Fentress para la villa de Settefinestre, utilizando para ello herramientas como el ortofotoplano.
- Debemos ser muy cuidadosos en el transporte, no sólo porque de no serlo perderíamos mucha información de las piezas, sino porque será beneficioso también para los futuros tratamientos de restauración (Mora & Philippot 1984, 315-316).
- Es conveniente que las cajas no sean de cartón sino de plástico o madera. Sin embargo, se suele recurrir a la primera opción para abaratar costes.
- El hallazgo de una pintura in situ no implica necesariamente que haya que transportarla a un museo o almacén. Puede ocurrir que se decida dejarla en el yacimiento, previa puesta en valor del mismo con unas políticas de conservación convenientes para tal caso; también puede decidirse fotografiar este conjunto, consolidarlo y volver a ocultarlo para que no se siga deteriorando y para que futuras generaciones de profesionales de la Arqueología decidan qué hacer. Si se opta finalmente por su traslado será por cuestiones de conservación fundamentalmente, ya que no debemos olvidar que cuando extraemos una pieza de su contexto estamos amputando algunos de sus aspectos –tales como la situación dentro de la vivienda– imprescindibles para su total comprensión por parte, sobre todo, del público general que es a quien va dirigida la difusión del patrimonio, en definitiva (Ling 1985, 11-12).
- Agradecemos a L. Oronich la supervisión de esta parte del trabajo.
- En los conjuntos in situ procedentes del yacimiento de Bilbilis, lugar de donde hemos extraído la mayor parte de información a este respecto, se llega incluso a una proporción del 40% (Ausejo & Rodríguez 2006, 52).
- Trabajo actualizado en Castillo 2020,106, fig. 3.
- Hay que avanzar hacia una homogeneización de criterios en este sentido tal y como se ha hecho con la terminología utilizada para los estudios de pintura mural (Barbet 1969, 89-91; 1984b, 9-36; Cagiano de Azevedo 1961, 145).
- Se recomienda en esta fase contar con la colaboración y seguir las directrices de un profesional de la Restauración.
- Es conveniente realizar una limpieza durante las 24 horas posteriores a la excavación para evitar la fijación de concreciones.
- En casos extremos en los que haya una alarmante pérdida de mortero o pigmento, se puede llevar a cabo un proceso de consolidación siempre con ayuda de un profesional de la Restauración y teniendo en cuenta que, en algunos casos, puede afectar a los posibles análisis arqueométricos posteriores.
- Para la aplicación de la cal en los enlucidos, Vitruvio recomienda el uso de la piedra porosa (Vitruvio, Sobre la Arquitectura, II 5, 1). Plinio también argumenta que esta es la mejor para los revestimientos (Plinio, Historia Natural, XXXVI 174). Catón, por su parte, aboga por que la cal no se obtenga de diversas piedras –o lo menos jaspeadas posibles, según cómo se interprete el término latino uarium– (Catón, Sobre la Agricultura, XLIV).
- Según Vitruvio, la cal se debía dejar macerar durante mucho tiempo, periodo que no especifica, con el objeto de deshacer cualquier piedra adherida. Una vez conseguido esto, se dejaba la cal en un hoyo y cuando se adhiriera a la azada significaba que estaba en perfectas condiciones (Vitruvio, Sobre la Arquitectura, VII 2, 1-2). Plinio parece darnos las mismas instrucciones (Plinio, Historia Natural, XXXVI 176-177). Paladio también reconoce que el estucado con cal muerta sólo será válido si es blando y viscoso (Paladio, Tratado de Agricultura, I 14).
- Sobre la selección de la arena más apropiada para la preparación del mortero, Vitruvio recomienda el empleo de la arena del río ya que, al ser menos grasa, proporciona mayor firmeza a los enlucidos. Desaconseja el uso de la arena del mar (Vitruvio, Sobre la Arquitectura, II 4, 2-3). Paladio piensa de la misma manera y recomienda que si se usa arena procedente del mar, se deje un tiempo en agua dulce para perder salinidad –que provocaría el desprendimiento del enlucido– (Paladio, Tratado de Agricultura, I 10, 1-3). Plinio reconoce el empleo de tres tipos de arena también pero únicamente se limita a nombrarlos sin entrar en una valoración (Plinio, Historia Natural, XXXVI 175).
- El término trullisatio equivale al italiano rinzaffo, y directiones corresponde a ariccio. Es habitual que en publicaciones, sobre todo en el campo de la Restauración, nos encontremos con el uso de esta terminología italiana igualmente válida, si bien algunos autores realizan algunas matizaciones sobre la misma (Barbet & Allag 1972, 963- 964; Mora & Philippot 1984, 325-326).
- En Bilbilis este tipo de elementos aparecen en el pórtico superior del teatro y en los conjuntos hallados en la estancia M de las termas (Guiral & Martín-Bueno 1996, 70 y 96).
- El mortero de esta zona debido a esta operación suele presentar unas “rebabas” muy características.
- Es la denominada pontata –ponteio: andamio– encargada de marcar las fases de trabajo señalando a su vez las diferentes partes de la pared: friso, zona media y zócalo.
- En la Casa de la Cisterna de Bilbilis documentamos este sistema de sujeción para un conjunto destinado a los muros de la estancia y no al techo (Guiral & Martín-Bueno 1996, 316).
- No se descarta la utilización de este tipo de moldes en los conjuntos que decoraron los Espacios 1 y 5 –realizados por el mismo taller–, todavía en proceso de estudio, del yacimiento de El Pueyo de Belchite (Zaragoza) (Íñiguez & Rodríguez 2020, 89).
- El sistema sujeción a base de cañas y en “V” se puede presentar tanto de manera horizontal como vertical (Fernández Díaz 2008, 64).
- El ejemplo más representativo en nuestro país es la Villa dels Munts (Altafulla, Tarragona). En los ambientes 2.4, 2.5 y 2,6 de esta villa, los trazos para marcar las líneas horizontales y verticales se realizaron mediante un cordel empapado en ocre que quedaba anudado a clavos dispuestos en los ángulos. Hoy en día aún son visibles los orificios en los que se fijaron aquellos que se utilizaron para los trazos horizontales lo que ha servido, entre otras cosas, para identificar un taller de artesanos ya que en las estancias 2.7 y 2.8 se realiza el mismo procedimiento pero para los trazos verticales se utiliza un pincel (Guiral 2010, 132-133; 2020, 61).
- Existe cierta confusión a la hora de referirse a este vocablo. Es cierto que el trazo preparatorio del que hablamos no debe confundirse con lo que hoy se entiende por sinopia. Plinio, entre otros autores clásicos, en su Historia Natural (XXXV 33-34), nos transmite dicho término, pero hasta hace pocas décadas se afirmaba que en pintura romana –no así en mosaico donde sí estaba documentada tal técnica– no existió. Sin embargo, sí se ha constatado en la Casa del Labirinto (VI 11, 9) (Mora 1967, 85), en la maison à portiques de Clos de Lombarde en Narbona (Sabrié & Solier 1987, 261), y en la estancia (12) de Celsa (Mostalac & Beltrán 1994, 100). Por tanto, concluimos que no se trata del mismo procedimiento que ahora describimos, lo que no significa su inexistencia en época romana.
- Una interesante propuesta de la restitución de las decoraciones propias de ventanas nos la ofrece E. Broillet-Ramjoué y S. Bujard (2011, 581-587) en su estudio sobre diversos conjuntos procedentes de Suiza (Mikirch, Petinesca, Orbe y Vallon).
- Para el estudio de la técnica de aplicación de colores y aunque no solo se refieren a pintura mural, los principales escritores clásicos son: Plinio, Historia Natural, XIII 11; XXI 49; XXVII 71; XXXIII 88; 122; XXXV 30; 61; 122-127; 149-150; Vitruvio, Sobre la Arquitectura, VII 9, 2; 10, 1-4; 14, 1-2; Seneca, Cartas a Lucilo, IV 121, 5; Eusebio de Cesarea, Vida de Constantino, I 3, 2; Plutarco, Erótico, 16 759C; e Isidoro de Sevilla, Etimologías, XIX 17. Nos hablan de procedimientos como el fresco o la encáustica y nos proponen trucos y mezclas para mejorarlas.
- Además de darnos una buena definición de cada una de las técnicas que ahora nos ocupan, este autor aboga por homogeneizar la terminología aplicada a las mismas.
- Destaca a este respecto el Aula Isiaca de Pompeya donde las figuras corresponden siempre a días autónomos. A veces, para pintar un determinado cuadro si el enlucido se había secado, se ahuecaba y se volvía a revocar.
- En el conjunto procedente de la exedra/oecus (H.7) de la Domus 1 de Bilbilis se ha detectado la presencia de yeso tanto en el mortero como en la capa de finalización del zócalo, compuesta exclusivamente por este material (Cerrato et al. 2021)
- Creemos que existe la posibilidad de que se haya utilizado la misma técnica en otros conjuntos de este yacimiento por lo que actualmente están siendo analizadas varias muestras procedentes de la Insula I y también de otros conjuntos de la Casa del Larario.
- Se ha documentado también en conjuntos de otros lugares de Hispania, como en Emerita Augusta, Carthago Nova, Emporiae y Baelo Claudia (Cuní et al. 2012).
- Delamare et al. (eds.) 1987; VV.AA. 1990; Béarat et al. (eds.) 1997; y más recientemente Cavalieri & Tomassini (eds.) 2021, ejemplos de publicaciones que tratan de manera exhaustiva el estado de la cuestión que tratamos.
- Actualmente, sin embargo, minio se refiere al pigmento rojo obtenido a partir del plomo. A lo largo del trabajo, nos valdremos de este término para referirnos al rojo plomo.
- Según Plinio (Historia Natural, XXXIII, 40), costaba 70 sestercios la libra y el precio quedaba establecido por ley, situándose entre los colores más costosos junto al purpurissium y el caeruleum vestorianum.
- Plinio nos da una explicación para este fenómeno. El autor indica que bajo una capa de verdadero rojo cinabrio podía disponerse otra de un rojo más barato, para así falsificarlo (Plinio, Historia Natural, XXXIII 120).
- Durante mucho tiempo, se ha afirmado que el cambio de color es debido a la transformación de cinabrio hexagonal rojo (α-HgS) en el metacinabrio cúbico negro (ß-HgS). Sin embargo, la temperatura requerida para el cambio de fase cinabrio-metacinabrio está por encima de 300o. Además, dado que el metacinabrio nunca ha sido detectado en los análisis, el cambio cristalográfico no puede explicar el cambio de color en el cinabrio a una temperatura inferior a la citada. Aunque la investigación sigue abierta, parece que el ennegrecimiento se produce por un cambio en la estequiometría del sulfuro de mercurio inducida por la radiación solar que conduce a la sulfatación de la calcita presente en el mortero (Terrapon & Béarat 2010).
- Hay una extensa bibliografía acerca del denominado “azul egipcio”. Para consultar un ensayo crítico sobre la misma ver Delamare 1998.
- En el yacimiento de Bilbilis se ha podido comprobar esta teoría, por ejemplo, en el conjunto del techo procedente del tablinum (4) de la Domus 1 (Íñiguez et al. 2020, 212), cuyo azul egipcio, precedido de una capa negra –partículas carbonosas–, resulta de visu mucho más intenso.
- En el conjunto procedente de la exedra/oecus (H.7) de la Domus 1 de Bilbilis no se ha hallado una subcapa bajo el negro del zócalo pero sí una capa preparatoria con presencia mayoritaria de yeso que podría estar relacionada con este fenómeno (Cerrato et al. 2021, 13).
- En este sentido son muy interesantes los resultados de los análisis del color verde de las pinturas de la isla de Lèro (Francia), puesto que sus componentes obedecen a una mezcla de tierras verdes (glauconita y celadonita) y azul egipcio. La glauconita proviene de las proximidades de Niza, es por lo tanto un material autóctono; sin embargo, la celadonita es de Verona. Se trata de una receta de taller, cuya producción se ha detectado también en las pinturas de la zona de Lyon a comienzos del s. I d.C. y que parece desaparecer en la segunda mitad del siglo. En este caso el estudio, además de proporcionar información sobre el origen de los pigmentos, nos permite establecer el área de influencia de un taller de procedencia itálica, cuya actividad se encuentra perfectamente datada, por lo que además la identificación del pigmento puede servir de criterio de datación (Delamare 1983a y b).
- Hay otros procedimientos, como en la variante denominada usta, que se obtenía calentando el cinabrio a altas temperaturas.
- Numerosos autores nos transmiten algunos de los instrumentos utilizados por los pintores en la Antigüedad: Filón de Alejandría, Sobre las súplicas e imprecaciones de Noé una vez sobrio, VIII, 36; Plutarco, Cómo distinguir a un adulador de un amigo, 11, 54E; Varrón, Economía rural, III, 17; Nevio, Tunicularia, 97-100; Ausonio, Grifo del número tres, 20.
- El mejor conjunto de materiales e instrumentos relacionados con el trabajo de talleres de pintores se halló en la Casa dei Casti Amanti (IX 12, 6), donde se documentaron, además, diferentes fases de trabajo, técnicas, trazos preparatorios (Varone 1995; Varone & Béarat 1997).
- Note el lector que digo observación y no análisis, de eso nos ocuparemos más adelante.
- Paradójicamente, en esta tarea no nos ayuda que una pintura sea de muy buena calidad ya que seguramente, en ese caso, por haber sido alisada por parte del artesano en la fase final de elaboración, no podremos percibir la dirección de la pincelada.
- Esta es la escala con la que trabajan en el Centre d’Étude de Peintures Murales de Soissons.
- Para un conocimiento del tratamiento de las lagunas en pintura mural, sobre todo en el campo de la restauración, véase Mora & Philippot 1984, 301-315.
- La escuela francesa recomienda también seguir este orden en la metodología de trabajo (Barbet 1987b, 24).
- Para ampliar esta cuestión y para conocer las bases de datos existentes de pintura mural romana –Fabvlvs, Decors Antiques, TECT, PompeiinPictures, Los Villares de Andújar e Hipania Pictura– véase Fernández Díaz et al. 2020.
- No hemos considerado oportuno incluir la descripción de los programas informáticos que se pueden utilizar para una u otra restitución ya que esto sobrepasaría los objetivos de este capítulo. Por otra parte, según avance la investigación en este sentido, pronto pueden quedar obsoletos.
- Un buen ejemplo de este tipo de estudios aplicado a paredes pompeyanas de IV estilo se encuentra en De Mol 1991.
- Los cálculos más probables permiten creer que el pie romano era exactamente de 29,5 cm. Sin embargo, pies de medidas diferentes estaban en uso en ciertas provincias: en la Cirenaica, por ejemplo, sabemos que se usaba el pes Ptolomeicus que medía como el pie ático 30,8 cm; o en Germania, en determinadas localidades se empleaba el pes Drusianus, de 33,2 (De Villefosse 1877-1919, 419-421).
- Remitimos al capítulo homónimo para conocer los análisis arqueométricos de nuestro conjunto.
- Un ejemplo de la utilización de la Arqueometría para la identificación de talleres en Cerrato et al. 2021.
- Conceptos con una interesante etimología: eikon: imagen; y graphia: dibujo, pintura; eikon y logos: pensamiento, razonamiento.
- Una síntesis sobre la compleja cuestión de los talleres de artesanos, entre otras publicaciones, en Scagliarini Corlàita 1974-1976; Barbet 1995; Allison 1989; 1991; 1995; Guiral & Mostalac 1994a; Bragantini 2004; Clarke 2010; Guiral 2014.
- Buen ejemplo del espíritu globalizador que ahora impera en este aspecto de la investigación es la celebración, en 2004, del IX Congreso Internacional de la Association Internationale de Peinture Murale Antique (AIPMA), en Zaragoza, relativo a la circulación de temas y sistemas decorativos en la pintura mural antigua (Guiral 2007).
- Así lo atestiguan entre otros ejemplos: las pinturas halladas en Azaila (Mostalac & Guiral 1992, 123- 153), fechadas antes de la destrucción de la ciudad –76-72 a.C.–; las pinturas halladas en la C/ Soledad (Cartagena), fechadas en el último cuarto del siglo I a.C. (Fernández Díaz 2008, 80); o las pinturas halladas en las excavaciones realizadas en el Po Echegaray y Caballero de Zaragoza, con motivos propios del III estilo, ya destruidas en la última década del s. I a.C. (Mostalac & Guiral 1987, 181-183). Todo ello demuestra la inexistencia de un retraso cronológico y lo temprano de la implantación de las nuevas modas
- A. Barbet, defiende la teoría de pintores locales para la Galia ya en el III estilo. A. Mostalac, sin embargo, considera que este fenómeno no se da, al menos de forma tan temprana, en Hispania (Mostalac 1996, 26).