Entrado el año 1555, las prensas antuerpienses de Martín Nucio ofrecieron a los lectores de la época, como sabrosa novedad editorial, la Segunda parte de Lazarillo de Tormes, estampada entonces junto a la primera para conformar unidas un curioso volumen en doceavo que trataba de aprovechar (y engrandecer) el clamoroso éxito comercial alcanzado por el original tras dos o tres años de circulación impresa1. A la luz de los datos bibliográficos y de la secuencia temporal de la serie, todo parece indicar que el anónimo autor de esta continuación se contaba entre los españoles que, en plena transición de la Monarquía Habsburgo2, residían por entonces en los Países Bajos. Este, en connivencia con el librero, habría decidido prolongar el relato –de manera precipitada y como parte de una estrategia mercantil– a partir de una lectura atenta de la famosa epístola del pregonero. En ese sentido, es preciso señalar –como se ha ocupado de recordar oportunamente la crítica– que a esas alturas la novela picaresca como tal no estaba todavía configurada y que, en consecuencia, no se habían precisado con nitidez los rasgos estructurales y semánticos (comunes a una serie de obras) que, más adelante, se convertirían en seña de identidad del género3. El responsable de esta temprana secuela, pues, no disponía para la tarea de un referente estable, de un modelo claro y distintivo, fácilmente reconocible (e imitable), que le ayudase a seleccionar (y descartar) aquellos estímulos que vislumbraba –de manera explícita e implícita– entre las páginas del Lazarillo. Unos y otros, los que permanecieron y los que fueron abandonados por el Guzmán de Alfarache y su progenie cincuenta años después, representaban sin embargo ahora, a mediados del Quinientos, caminos abiertos (y transitables) para el desarrollo de nuevas modalidades narrativas4. De manera que, para prolongar las andanzas del ínclito Lázaro de Tormes, este segundo autor hubo de servirse casi en exclusiva de su capacidad interpretativa (del primer Lazarillo) y de sus conocimientos literarios (en particular, de aquellos textos clásicos y modernos en los que aquel se basaba) a la hora de elaborar su relato. Y era esta cuestión capital, porque se trataba de dar continuidad al original sin romper en lo esencial con su propuesta, tal y como acreditan las innumerables referencias textuales y paralelismos compositivos orientados a trabar cabalmente ambas narraciones con el fin de conformar (en lo posible) un conjunto unitario5.
A primera vista, podría sorprender esta afirmación, puesto que, como se ocuparían de denunciar desde antiguo Juan López de Velasco o Juan de Luna –responsables, respectivamente, del Lazarillo castigado (1573) y de una nueva ‘segunda parte’ (1620), de estética realista– era notable la distancia que separaba la historia del pregonero toledano de aquella otra (fantasiosa e impertinente) de los atunes6. Más allá de estos juicios de valor, sin embargo, y una vez situada en su contexto de escritura, esta Segunda parte emerge y cobra pleno sentido –y así lo ha demostrado con acierto la crítica más reciente– como un producto típico de su tiempo, marcado por la experimentación formal y el hibridismo y estrechamente vinculado al Lazarillo y a sus más directas fuentes, por más que se desviase del cauce narrativo de orientación verista que, andados los años, arraigaría en la literatura occidental y propiciaría el nacimiento de la novela moderna. Analizado, por tanto, desde una adecuada perspectiva histórica, este segundo Lazarillo adquiere un interés de primer orden para los estudios literarios, pues revela cómo pudo ser entendido el texto original por parte de los contemporáneos y qué aspectos de aquel, conforme al criterio del continuador antuerpiense, era imprescindible conservar y reproducir (y cuáles no tanto) para que la nueva carta-novela fuese reconocible y asimilable a la primera. He aquí la clave –a nuestro juicio– para entender el significado de aquella novedosa reformulación, que pretendemos revisar ahora a nueva luz –la que ofrecen los estudios sobre la Corte– considerando tanto las categorías políticas, sociales, económicas y culturales vigentes en el Antiguo Régimen como los procedimientos discursivos de ascendencia cortesana que mantuvieron su operatividad (a modo de constante identitaria) en el universo ficcional trazado por los dos Lazarillos. Porque fueron precisamente aquellas categorías y procedimientos los que permitieron a la postre –junto a los elementos estrictamente formales y literarios– dar continuidad a la saga, hasta convertirse con el tiempo –tras no pocas mutaciones y adaptaciones particulares– en ingrediente fundamental del género picaresco.
Antes de pasar adelante, sin embargo, conviene recordar aquellas claves interpretativas que, en las últimas décadas, han alcanzado un alto grado de consenso entre los especialistas. En términos generales, la Segunda parte de Lazarillo de Tormes se organiza en torno a dieciocho capítulos en los que, frente a la estructura lineal de su antecedente, se dibuja un camino de ida y vuelta a la ciudad de Toledo. El núcleo de la composición reside ahora en el llamado «apólogo de los atunes», situado en su parte central (caps. III-XV), donde Lázaro narra sus aventuras subacuáticas una vez transformado en pez. Este extenso relato se presenta integrado en un marco verista (caps. I-II y caps. XVI-XVIII) que entronca con la primera parte y emula con notable fidelidad su ambientación, estilo y tono. La citada aventura submarina representa, pues, el caso de la segunda entrega, donde, respondiendo al anuncio del prólogo original, se ofrecen en verdad –esta vez sí, dada la naturaleza fantástica de la historia– «cosas tan señaladas y por ventura nunca oídas ni vistas» (3)7 al misterioso Vuestra Merced, que actúa de nuevo como receptor de la epístola. Y en verdad que el segundo autor trató de responder a lo grande al reto de contar al narratario un extraordinario relato que superase al primero en todos sus aspectos, incluido el modo de mostrar mediante su propio ejemplo –atendiendo en su literalidad a la metáfora marina– «cuánta virtud sea saber los hombres subir siendo bajos» (13) y «cuánto más hicieron los que, siéndoles contraria [la Fortuna], con fuerza y maña remando salieron a buen puerto» (5). Así, si en aquel se trazó magistralmente la evolución interna del personaje, ahora Lázaro sufre una transformación externa preñada de simbolismo; si entonces el proceso de integración y ascenso en la sociedad política del Antiguo Régimen culminó con la obtención del oficio real de pregonero, ahora alcanza la cúspide del poder como privado del rey de los atunes; si hasta la fecha había sido famoso por la excelencia de sus pregones (y quizás de su pluma), ahora su elocuencia e ingenio –perfeccionados bajo las aguas a través de aquel viaje de conocimiento– le permiten enfrentarse y vencer incluso al rector de la universidad de Salamanca8. El caso, por consiguiente, ayudaba a comprender la situación final y la justificaba, de manera que toda la materia narrativa quedaba una vez más integrada y articulada al encaminarse hacia un mismo punto de fuga, como acontecía en la primera parte9. Existía, pues, como se aprecia, una lógica interna en los procedimientos adoptados por el segundo Lazarillo, que partían en gran medida de una lectura atenta de su modelo, con el que dialogaba en todo momento a pesar de su aparente distancia literaria.
Esta aparente distancia, en fin, venía propiciada en gran medida por el cultivo de determinados estímulos literarios que, tras contribuir calladamente a la construcción del Lazarillo original, se hacían ahora explícitos y evidentes; como también se hicieron explícitos los cuernos del pregonero o su triunfo cortesano en el reino de los atunes. Nos referimos, claro es, a la influencia de Apuleyo y Luciano, quienes dieron aliento al primer Lazarillo para la recreación de la autobiografía ficticia de un personaje humilde, la articulación del relato a través del servicio a varios amos, la descripción precisa de los usos y costumbres cotidianos o el despliegue de una mirada incisiva y crítica sobre la realidad circundante10. Todo aquello que se hallaba en el Lazarillo velado por la ilusión verista quedaba explicitado ahora, por ejemplo, a través de la transformación de Lázaro en atún –a imitación del asno o del gallo– o por medio de ciertas analogías compositivas, como el descenso al ‘infierno’ subacuático de nuestro protagonista, que, al modo del Menipo lucianesco, completa allí su formación para regresar después al mundo aleccionado por la Verdad. Junto a estas fuentes principales, la crítica ha señalado en las últimas décadas la incidencia sobre el segundo Lazarillo de otros modelos complementarios, como la leyenda del pece Nicolao –de fuerte raigambre mediterránea–, que pudo condicionar la elección de un animal marino para la transformación de Lázaro; el esquema compositivo de la Odisea, que establecía la superación de numerosas pruebas como requisito indispensable para el regreso del héroe a casa11; los libros de caballerías, que inspiraron en clave paródica algunos episodios del apólogo12; y, finalmente, los textos del discurso cortesano, que en sus distintas modalidades dieron soporte y contenido, por una parte, a la sátira política y social, y por otra, a la configuración del hombre de mundo llamado a sobrevivir y medrar en un entorno competitivo y hostil como el que se dibuja crudamente en ese mare malorum atunesco por el que Lázaro ha de transitar para llegar a puerto13. Con todos estos ingredientes, en suma, vio la luz en Amberes nuestro segundo Lazarillo, cuyo curso merece la pena recorrer atendiendo a los aspectos específicos –el afán de medro y el deseo de alabanza y honra– que, en rigor, constituyen el objeto central del presente trabajo14.
El primero de los aspectos que debemos analizar tiene relación con las aspiraciones vitales de Lázaro de Tormes: ¿por qué se mueve?, ¿cuál es el fin de sus acciones? Es ésta cuestión crucial, dado que, si en otros géneros bien asentados la cuestión parecía más o menos definida por una larga tradición literaria –la realización de hazañas heroicas para la consecución de grandes fines, en el caso de la épica y los libros de caballerías, o la consumación del amor, en el caso de la novela sentimental–, en una obra de nuevo cuño como la que nos ocupa, protagonizada por un hombre humilde y ambientada en la realidad contemporánea, la cosa no parecía tan clara. Vayamos, pues, al texto. Si atendemos al itinerario existencial que dibuja el primer Lazarillo, veremos cómo sus actos se orientan, en primera instancia, a la supervivencia, que pasa por comer, vestirse y encontrar un techo donde guarecerse. Después, alcanzado ya un cierto grado de madurez y conciencia, sus pasos se encaminan al mejoramiento de su estado y condiciones de vida mediante la aplicación de aquella sabiduría práctica aprendida desde su más tierna infancia –como muchacho despierto y avisado– al calor de la experiencia con sus distintos amos. Por la supervivencia y el medro, en definitiva, es por lo que se mueve Lázaro de Tormes, quien logra integrarse, tras muchas fortunas y adversidades, en la sociedad política del Antiguo Régimen –ya entrado el tratado VII– mediante la obtención de un oficio real, el de pregonero, del que se beneficia gracias al favor y ayuda de «amigos y señores» (77). Lo mismo ocurre con el arcipreste de san Salvador, su señor, que lo anima a acceder al matrimonio y a «alquilar una casilla par de la suya» (78) para asentar en ella a su familia… No es extraño, por consiguiente, que quien se sabía «nacido en el río» (6) y había sido educado en un mundo pragmático e hipócrita, considerase aquello como un clamoroso triunfo personal, aun a costa de su honra y de verse abocado a representar cotidianamente una farsa frente a sus vecinos de Toledo –a ello le anima el arcipreste ante la amenaza de la murmuración– y frente a Vuestra Merced (y los lectores), que conocen su recorrido a través de una extensa y engañosa carta de relación dominada de principio a fin por su voz enunciativa. En ella Lázaro trata de erigirse en ejemplo de homo novus, esto es, de aquellos que supieron subir siendo bajos, con el fin de ocultar su degradación moral y su vergonzoso matrimonio, por una parte, y de alcanzar alabanza y honra15, por otra, tanto por su meritorio ascenso social (como personaje), como por la elocuencia de su relato (como escritor)16.
Si nos hallamos en lo cierto y estas fueron las claves del primer Lazarillo, parece evidente que, para dar continuidad al texto –para que Lázaro siguiese siendo Lázaro de Tormes–, el afán de medro y el deseo de alabanza y honra –propósitos vitales propios del cortesano que el pícaro comparte, al menos en su formulación fundacional17– habrían de presidir también esta temprana secuela, por más que nuestro protagonista adopte apariencia pisciforme y se traslade a las profundidades marinas18. Y en rigor así sucede, tanto en los capítulos que establecen el marco verista como en el apólogo de los atunes. En esta ocasión, sin embargo, en contraste con el original, el relato de Lázaro, para dar continuidad a la autobiografía, había de partir forzosamente de un punto intermedio, esto es, de aquella desahogada posición en que lo dejamos al cierre de su primera epístola. En efecto, si tomamos la historia por el principio, al comienzo de la segunda parte hallamos a un triunfante Lázaro de Tormes asentado en la cumbre de toda buena fortuna, ejerciendo provechosamente en Toledo el oficio real de pregonero y disfrutando de la compañía liberal y alegre de los tudescos de la Corte de Carlos V. No cabe duda, pues, de que el segundo autor entendió bien el significado de la nueva situación de Lázaro y la esfera en que ya se movía: a pesar de los pesares y de todas las objeciones que se le quisieran poner, aquel desheredado de la tierra había penetrado de facto, aunque fuese por un portillo estrecho, en la sociedad cortesana, y como oficial de la Corona alternaba con naturalidad, en este nuevo arranque, con aquellos gentiles cortesanos del séquito imperial. Es más, se hallaba tan favorecido por los poderosos que, dada la parcialidad de la justicia, «me parece, si entonces matara un hombre, o me acaeciera algún caso recio, hallara a todo el mundo de mi bando» (126)19. Notable diferencia, por cierto, con respecto al trato recibido otrora por el Zaide.
Pasado un tiempo la Corte ha de partir y Lázaro, a pesar de ser animado a seguirla, queda en Toledo «con mucha soledad de los amigos y vida cortesana» (129), pues renuncia prudentemente por no apartarse de su mujer y de la patria. Allí queda tranquilo, disfrutando de «esta gustosa vida usando su oficio y ganando él muy bien de comer y de beber» (130). Para que hubiese novela y caso, por consiguiente, era necesario en este punto que mudase la Fortuna y descompusiese aquel precario orden lazarillesco con el envío de nuevos trabajos. Esa ocasión llega con el anuncio de la empresa de Argel, que despierta en la imaginación de muchos toledanos los más febriles sueños de grandeza:
Y començáronse de alterar unos, no sé cuántos, vecinos míos, diciendo: «Vamos allá,
que de oro hemos de venir cargados». Y començáronme con esto a poner codicia. Díxelo
a mi mujer, y ella, con gana de volverse con mi señor el Arcipreste, me dixo:
–Haced lo que quisiéredes; mas si allá vais y buena dicha tenéis, una esclava querría
que me truxéssedes que me sirviesse, que estoy harta de servir toda mi vida. Y también
para casar a esta niña no serían malas aquellas tripolinas y doblas zahenas, de que
tan proveídos dicen que están aquellos perros moros. (131)
Son, como se observa, la codicia y el afán de medro –compartidos también por su mujer– los que impulsan a Lázaro a enrolarse en aquella armada. Su propósito no es otro –como declara– que enriquecerse, progresar por medio del dinero y llevar una vida más descansada, lo que se traduce en casar bien a la hija y –en palabras de su esposa– pasar de servir a ser servida, como señora, por una esclava. Estos ‘elevados’ ideales, que traban el vínculo entre ambos Lazarillos a modo de constante, constituyen en esencia un paso más en la aplicación de aquella vocación ascensional descrita por Lázaro en el prólogo original, pues, una vez conquistado el oficio real, asentado el matrimonio y alcanzada la añorada bonanza –una vez salido a «buen puerto», en definitiva– era llegado el momento de remontar el vuelo para aspirar a cotas más altas. Las fortunas y adversidades que padezca en adelante en este periplo por el Mediterráneo conformarán, por tanto, el nuevo y extraordinario caso de transformación (y triunfo social) que, en sintonía con su primera epístola, Lázaro se dispone a narrar muy por extenso a Vuestra Merced20.
Puesto en camino, los infortunios no tardan en truncar los planes de Lázaro, pues su nave zozobra en alta mar y, ante la vergonzosa huida de los mandos, queda en trance de muerte. Es entonces cuando, tras superar el primer embate de las aguas gracias al vino (que lo colma e impide su ahogamiento), las muchas oraciones que pronuncia son escuchadas y, por medio de la Providencia divina, se opera su milagrosa conversión en atún, con la que se inaugura, en sentido estricto, su nueva vida submarina21. En efecto, todo lo alcanzado hasta la fecha se desvanece de un plumazo y Lázaro experimenta, en la gruta donde se refugia, un nuevo inicio, si bien conserva el fruto de sus vivencias y un profundo conocimiento del mundo, que resultará esencial a la postre para su adaptación a un medio quizás no tan diferente. Así las cosas, desde este punto y hasta su conclusión en aguas del estrecho de Gibraltar, el apólogo de los atunes dibuja un recorrido análogo al del primer Lazarillo en sus aspectos fundamentales, aquellos que el continuador antuerpiense consideraba imprescindibles para que este segundo caso funcionase, desde un punto de vista semántico, como adecuado remate del primero22. Y para ello era necesario: a) que la historia de Lázaro fuese, ante todo, una historia de supervivencia y medro; b) que estuviese ambientada en un mundo hostil inspirado en la realidad contemporánea (ese reino de los atunes donde se reproducen los esquemas políticos, sociales y mentales del Antiguo Régimen); c) que dicho marco propiciase el crecimiento experiencial del protagonista; d) que, como consecuencia de dicho aprendizaje, este practicase un arte de vivir basado en la prudencia y la discreción; y e) que, en última instancia, el héroe triunfase con estos pertrechos en el seno de la sociedad cortesana mediante la obtención de un oficio real.
A diferencia de la ilusión verista, que se quiebra inmediatamente con la transformación de Lázaro, todo esto –lo esencial, lo que se hallaba por debajo del primer Lazarillo– se cumplía puntualmente en el apólogo de los atunes, que reproducía y prolongaba con fidelidad el núcleo semántico de la primera carta-novela. De ahí que la autobiografía de un cortesano como Lázaro culminase coherentemente en la más alta cima que imaginarse pudiera en el universo áulico y así pasase de pregonero a privado del rey de los atunes. Como se observa, no había contradicción alguna entre ambas trayectorias vitales, aunque los elementos constitutivos, las fuentes y la estructura interna de este segundo relato pareciesen apartarse del curso original. Antes al contrario, la traslación de la historia al terreno de lo fantástico concedía al autor un alto grado de libertad a la hora de recrear de forma verosímil el vertiginoso ascenso de Lázaro a las altas esferas de la Corte, mientras que la sátira política y la crítica social podían llevarse a cabo con mayor impunidad en un mundo aparentemente imaginario23.
Los comienzos de Lázaro en las profundidades marinas no son, sin embargo, fáciles, pues desde el primer momento ha de afrontar el acoso del ejército atunesco, que, tomándolo por un traidor, lo cerca en torno a la gruta que le sirve de bastión. Es allí donde el manejo de la espada –desconocida y letal entre aquellos seres– y un ardid típicamente picaresco le permiten engañar a los atunes y hacerse pasar por un valiente soldado capaz de derrotar en combate singular al monstruo de la caverna24. Gracias a esta sonada hazaña –y tras acabar con la vida de no pocos correligionarios que, cegados por la codicia del botín, a punto están de aplastar al capitán general en el interior de la cueva– Lázaro obtiene de este –en pago de tan altos servicios, como generosa merced– la tenencia de su propia espada:
Pues, tornando a lo que hace al caso, otro día el general mismo me apartó en su aposento,
y dixo:
–Esforçado y valeroso atún estraño, yo he acordado te sean gualardonados tan buenos
servicios y consejos, porque si los que como tú sirven no son gualardonados, no se
hallarían en los exércitos quien a los peligros se aventurasse; porque me parece,
en pago dello ganes nuestra gracia, y te sean perdonadas las valerosas muertes que
en la cueva en nuestras compañas hecistes. Y en memoria del servicio que en librarme
de la muerte me has hecho, posseas y tengas por tuya propia essa espada del que tanto
daño nos hizo, pues tan bien della te sabes aprovechar, con apercebimiento que si
con ella hicieres contra nuestros súbditos y naturales de nuestro señor el rey alguna
violencia, mueras por ello. (161)
Nada ha cambiado en exceso –como vemos– con respecto al mundo que Lázaro ha dejado atrás. Bajo las aguas, en efecto, se dibuja de nuevo un universo equívoco y falaz, presidido por la mentira, la disimulación y la simulación; una sociedad conflictiva y descarnada donde los individuos luchan despiadadamente (hasta devorarse unos a otros) por sus intereses particulares; unos personajes poderosos hipócritas y egoístas que no premian los méritos ajenos ni contribuyen a la construcción social; y un Lázaro que, en fin, ha de recurrir a sus artimañas de siempre para superar los escollos que le salen al paso. No es difícil comprender, por tanto, que el segundo autor trataba de recrear en clave atunesca la misma sociedad política –aquella propia y distintiva del Antiguo Régimen– que nuestro protagonista había conocido en tierras de Castilla, si bien en este océano ‘infernal’ los aspectos negativos de aquella se manifestaban todavía con mayor crudeza. A la postre, pues, la configuración de este artefacto literario facilitaba al anónimo continuador –embozado tras la voz narrativa de Lázaro de Tormes– el ejercicio de la crítica social y de la sátira, que, en esta segunda entrega, se amplifica y explicita en sintonía con otros procedimientos narrativos ya reseñados25.
En ese sentido, es interesante destacar cómo, frente a la naturaleza acusadamente anticlerical del primer Lazarillo, este segundo acentuaba su inclinación anticortesana, una vez más como consecuencia de una lectura penetrante y atenta de aquello que en el original se presentaba solo de manera velada26. En efecto, si bien entre sus páginas eran más evidentes y reiteradas las pullas dirigidas contra el estamento clerical, lo cierto es que, desde la atalaya del tratado VII, se apreciaba con claridad cómo la corrupción generalizada de la sociedad política procedía, en última instancia, de la degradación moral que emanaba y se transmitía –de arriba abajo, como una plaga– desde las altas esferas del poder a todo el cuerpo social27. La historia de Lázaro, favorecido (y corrompido) por aquellos misteriosos «amigos y señores» o por el propio arcipreste de san Salvador (miembro sin duda de aquellos distinguidos círculos), era también –entre otras muchas cosas– vivo ejemplo de ello. Solo hacía falta leer con inteligencia –y desde una perspectiva más próxima a las categorías vigentes en la época– para darse cuenta de ello. Así lo hizo nuestro segundo autor, que, como en el caso de las fuentes literarias, optó por traer a primer plano aquello que en su modelo solo se encontraba sugerido debido a la sutil estrategia enunciativa del narrador. El hecho de que Lázaro –ya adulto– se incorporase pronto a la milicia, integrándose en la compañía del capitán Licio tras aquel lance inicial, favorecía también el cultivo de la sátira anticortesana, pues, en rigor, el protagonista nos traslada desde primera hora al universo áulico atunesco. Y es esta cuestión mollar, pues, a pesar de la distinción que tradicionalmente ha aceptado la crítica entre aquellos capítulos del apólogo supuestamente caballerescos y de asunto militar y aquellos otros que acontecen en el universo áulico, lo cierto es que unos y otros se desarrollan en un mismo mundo, la sociedad cortesana, aunque –si se quiere– en esferas diferentes. Esto se entiende bien si se considera que nos hallamos ante un ejército real, sostenido con dinero de su hacienda y dependiente jerárquicamente de su persona, donde el sistema de la gracia y la lógica del servicio-merced –como acabamos de comprobar– presiden las relaciones humanas (o atunescas, por ser más precisos) y donde los conflictos de intereses, antes que resolverse en campo abierto, se libran en el interior de la Corte por medio de intrigas palaciegas y oscuras conspiraciones en las que, del capítulo VI en adelante, se juega el destino de los personajes28. En la pintura de ese mundo hostil, de esta Corte como mare malorum –por seguir el tópico de algunos tratadistas29– se cifraba, pues, el sentido crítico de esta segunda carta-novela, que aprovechaba el relato de Lázaro para desenmascarar las vergüenzas de todo el edificio político y social levantado a la sombra de la monarquía atunesca, aunque ya en ocasiones –como sería habitual en el género picaresco– aquello adquiera tintes de digresión moral o sapiencial y se desvíe un tanto del eje argumental establecido por la autobiografía30. Veamos –por no apartarnos del ejemplo anterior– cómo recibe Lázaro el premio por sus servicios y qué reflexiones le inspira tan mezquino comportamiento por parte de don Paver, capitán general de los atunes, tras ver frustradas sus aspiraciones de medro:
Quedé tan atónito cuando oí lo que dixo, que casi perdí el sentido, porque pensaba por lo menos me había de hacer un grande hombre, digo atún, por lo que había hecho, dándome cargo perpetuo en un gran señorío en el mar, según me había ofrecido. «¡Oh Alexandre –dixe entre mí–, repartíades y gastábades vos las ganancias ganadas con vuestro exército y caballeros! O lo que había oído de Cayo Fabricio, capitán romano, de qué manera gualardonaba y guardaba la corona para coronar a los primeros que se aventuraban a entrar los palenques. Y tú, Gonçalo Hernandes, gran capitán español, otras mercedes heciste a los que semejantes cosas en servicio de tu rey y en aumento de tu honra se señalassen. Todos los que sirvieron y siguieron a cuantos del polvo de la tierra le levantaste, y valerosos y ricos heciste, como este mal mirado atún comigo lo hizo, haciéndome merced de la que en Çocodover me había costado mis tres reales y medio. Pues oyendo esto, consuélense los que en la tierra se quexan de señores, pues hasta en el hondo mar se usan las cortas mercedes de los señores31». (161-163)
A partir de este punto –como dijimos– la trama de la carta-novela se teje en torno a la pugna que libra soterradamente el capitán general (y privado del rey), don Paver, contra Lázaro-atún (y sus amigos y protectores), pues nuestro protagonista conoce la responsabilidad de aquel en la matanza de la caverna, ejecutada con su consentimiento. En esta intriga resulta capital la figura del capitán Licio, que acoge a Lázaro en su compañía, lo pone a salvo de las asechanzas de su enemigo y le muestra, por primera vez en su vida, el valor de la amistad. Llamado a la Corte como todos los capitanes del ejército real, Licio es hecho prisionero a instancias del malévolo don Paver, quien manipula en su beneficio todos los resortes de la justicia para terminar con sus oponentes. Desde ese punto la intriga del relato queda focalizada en las iniciativas emprendidas por Lázaro y su compañía para sacarlo de aquel tenebroso laberinto cortesano, del que forman parte –como se aprecia– los más diversos oficiales de la Corona, desde los militares a los letrados.
Si recorremos a uña de caballo el contenido del apólogo, a cada paso hallamos escenas y motivos donde los engranajes de la sociedad cortesana quedan en entredicho. Así, junto a algunos aspectos ya reseñados –como la parcialidad de la justicia, la mezquindad y cobardía de los capitanes, clérigos y gente granada (escenificada durante el naufragio) o la (escasa) liberalidad de los señores (en el pago de los buenos servicios)– otros asuntos de semejante inclinación se agolpan en los capítulos centrales de la obra, tales como el escaso respeto guardado a las casas (y honras) ajenas (cap. V), la incidencia del falso testimonio en las causas judiciales (cap. VI), la perniciosa elección de los más ricos (y no de los más sabios) para los consejos (cap. VII), la venalidad de los oficiales y porteros de palacio (cap. VIII), la responsabilidad de los señores en la corrupción de sus criados (cap. X), el mal gobierno y la codicia insaciable de los poderosos (cap. X) o la carnalidad y lascivia del propio monarca (cap. XII). En ellos queda recogida una parte sustancial de la crítica dirigida contra los miembros de la sociedad cortesana, que –como se observa– representa una constante a lo largo de todo el apólogo32. De tono menor resultan otras disquisiciones complementarias sobre la forma de vida de aquel entramado social configurado a la sombra del rey, en las que se incluyen comentarios acerca del luto riguroso (cap. XIII), la insoportable incontinencia verbal de algunos individuos (cap. XIII) o la obsesión por falsear ampulosamente las formas de tratamiento (cap. XIV). Por esta vía, la Segunda parte de Lazarillo de Tormes daba un paso más hacia una literatura de entretenimiento comprometida con la realidad contemporánea, donde la autobiografía de un personaje humilde abría la posibilidad de retratar con ojo crítico aquella convulsa sociedad política en la que acontecía su particular epopeya. No es extraño, por consiguiente, que la novela picaresca transitase desde su fundación por ciertos terrenos propios de la tratadística anticortesana, modalidad discursiva que arroja no poca luz sobre ciertos aspectos constitutivos del género naciente.
Junto a la sátira anticortesana, la Segunda parte de Lazarillo de Tormes ilustra también con profusión de ejemplos el aprendizaje y la puesta en práctica de un arte de vivir imprescindible para salir a puerto en el proceloso mar de la Corte. Solo un hombre (o un atún) avisado y discreto podía enfrentarse con ciertas garantías a un universo laberíntico, lleno de trampas y de engaños, donde el observar y el discernir, el hablar y el callar, el simular y el disimular con acierto –y siempre en función de las circunstancias– resultaba esencial para actuar con desenvoltura en un entorno de sociabilización problemático y conflictivo. Se trataba, pues, de una sabiduría práctica, destilada las más veces de la experiencia, que implicaba un uso cabal de la razón y una cuidada tecnificación de la conducta orientados a la supervivencia y el triunfo, pues en verdad eran estas las armas más eficaces para moverse (y combatir) en un contexto ya plenamente civilizado donde el empleo de la violencia y la fuerza bruta se hallaba siempre limitado y restringido por la autoridad real33. En ese sentido, es preciso señalar que la forja del cortesano Lázaro de Tormes no seguía –a la zaga de la primera parte– un modelo perfectivo, en la línea de Castiglione, inclinado a la configuración de un excelso hombre de mundo (en lo ético y en lo estético)34, sino a la construcción de un discreto servidor que, en sintonía con las enseñanzas de Guevara, supiese sobrevivir y medrar haciendo gala de una mesurada prudencia y de un útil manejo de todos los resortes a su alcance para la conquista y conservación del poder35.
Hagamos memoria. Tras una durísima infancia, Lázaro había conocido ya las pretensiones de su madre –«arrimarse a los buenos, por ser uno de ellos» (7)–, los «avisos para vivir» (13) del ciego, la particular ‘vocación de servicio’ del escudero o las ‘provechosas’ amonestaciones del arcipreste. Su situación vital al cierre de la primera epístola, por consiguiente, era suma y cifra de esta particular filosofía moral y mostraba de manera elocuente el fruto de aquella ‘selecta’ educación. Descendido a las profundidades marinas, aquellos mismos pertrechos resultaban todavía de gran utilidad para afrontar los retos que se le presentaban a cada paso en este nuevo mundo, donde su aprendizaje sobre el comportamiento en sociedad prosigue al calor de los acontecimientos. En su conversación con el capitán general, por ejemplo, Lázaro introduce dichos desde su perspectiva de hombre que generan extrañeza entre los atunes y lo ponen en riesgo. Ante eso, solo cabe disimular, moverse con prudencia y guardar silencio cuando convenga: «Y luego, muy corrido y temeroso de tales acaecimientos, me volví a la peña pensando cómo me convenía estar más sobre el aviso en mis hablas» (151). En sentido contrario, Lázaro aprovecha discretamente en su beneficio –y en el de sus amigos– sus conocimientos humanos a la hora de armar con espadas, lanzas y puñales (rescatados del naufragio) a la compañía del capitán Licio, cuya capacidad ofensiva se multiplica (cap. V).
Acabada la guerra y reorganizada la milicia, los capitanes son llamados a la Corte para rendir cuentas al rey. De inmediato, se inicia en aquel tablero de juego la partida de ajedrez en la que Lázaro y Licio han de mover con prudencia sus piezas para derrotar a sus adversarios. Por eso, tras constatar la mala disposición de don Paver hacia el atún extranjero, optan prudentemente por mantenerlo en la retaguardia (cap. V). No obstante, una vez desatado el conflicto con el apresamiento del capitán Licio, Lázaro ha de acudir a la Corte para presentar batalla junto a su compañía. Allí, sin embargo, el asalto de la plaza no se produce a sangre y fuego, sino mediante subterfugios y artificios que, dada la corrupción generalizada de los oficiales reales, permiten conquistar voluntades por medio de regalos –como esa cadena de oro que vence la resistencia del portero de palacio– y franquear el acceso al monarca, verdadero árbitro de la contienda (cap. VIII). Esta compleja maraña de conspiraciones e intereses, en la que don Paver manipula a la justicia para procurar la muerte de Licio, llega a su desenlace cuando Lázaro y sus atunes –en una osada maniobra– liberan al capitán y ejecutan al traidor en el interior de su casa, donde comprueban la magnitud de sus corruptelas y latrocinios (cap. X). En esa encrucijada, el rey duda de las intenciones de aquellos atunes y aguarda sus movimientos. Es entonces cuando el buen juicio y la prudencia de Licio evitan el saqueo de la ciudad y cualquier acto de rebeldía. Por eso salen de la población en señal de acatamiento (cap. XI). Por este camino, y gracias a las embajadas de la atuna capitana –que besa la cola del rey por las mercedes recibidas– y a las frecuentes ‘visitas’ de la atuna Luna, nuestros héroes son perdonados y recibidos finalmente en palacio. Allí el monarca premia a Licio con el cargo de capitán general y queda admirado con las tácticas militares exhibidas por Lázaro ante sus ojos. En este punto, Licio, interrogado por el rey sobre los atributos de su amigo, pinta a Lázaro, literalmente, como un perfecto cortesano36:
–[…] Crea vuestra grandeza que lo menos que en él hay es esto, porque son tantas y
tan excelentes las partes que tiene, que nadie basta a las decir: el más cuerdo y
sabio atún que hay en el mar, virtuoso y honrado, y el atún de más verdad y fidelidad,
el más gracioso y de buenas maneras es, que yo jamás he oído decir. Finalmente, no
tiene cosa de echar a mal, y vuestra alteza piense no me hace decir esto la voluntad
que le tengo, sino la mucha verdad que en decillo digo.
–Por cierto, mucho debe a Dios –dixo el rey– un atún que assí con él partió sus dones,
y pues me decís ser tal, justo es le hagamos honra, pues a nuestra corte ha venido.
Sabed dél si querrá quedar con nos, y rogádselo mucho de vuestra parte y de la mía,
que podrá ser no se arrepienta de nuestra compañía. (212)
Por la vía militar, por tanto, Lázaro accede a las altas esferas de la Corte. De nuevo con la ayuda de «amigos y señores» –el buen Licio, esta vez– se hace beneficiario de la gracia real y obtiene un oficio de la Corona, el de mayordomo o jefe de la Casa del Rey. De este modo, el monarca premia con tan alta merced sus muchos servicios y es tanta la confianza que deposita en el extranjero que decide hacerlo su privado:
Veis aquí vuestro pregonero de cuantos vinateros en Toledo había hecho el mayor de la casa real, dándome cargo de la gobernación della, y andaos a decir donaires. Di gracias a Dios porque mis cosas iban de bien en mejor y procuré servir a mi rey con toda diligencia, y en pocos días casi lo era yo, porque ningún negocio de mucha o poca calidad se despachaba sino por mi mano y como yo quería. (213-214)
Satisfechas sus aspiraciones de medro, Lázaro inicia en este punto, desde la cúspide del poder, una férrea política destinada al cumplimiento estricto de la justicia. Castiga severamente a quienes levantaron falso testimonio y al escribano, pero se ve impotente para combatir el delito de los ministros, quienes son protegidos por la altura de su cargo… Todo el pasaje se convierte así en una severa crítica del sistema judicial, que es puesto en cuestión de punta a cabo en el capítulo XIII37. Tras narrar los éxitos militares de Licio y la desgraciada muerte de Melo, su hermano, entrado el capítulo XIV se concierta el matrimonio de Lázaro con la atuna Luna, que reedita en clave atunesca el deshonroso casamiento con su Elvira, la criada del arcipreste. Con ello culmina el ascenso de Lázaro, quien se ve premiado entonces con nuevas mercedes y catapultado a la condición de «señoría»; algo verdaderamente increíble para quien había iniciado su carrera submarina desde el más ínfimo estrato en tanto que «extremo atún»:
Finalmente, dan la ya no tan hermosa ni tan entera Luna por mía. «En dicha me cabe –dixe entre mí–; para jugador de pelota no valdría un clavo, pues maldito el voleo alcanço, sino de segundo bote, y, aun plega a Dios, no sea de más; con todo, a subir acierto: razón es de arcipreste a rey haber salto». Al fin lo hice, y mis bodas fueron hechas con tantas fiestas como se hicieran a un príncipe, con un vizcondado que con ella el rey me dio, que a tenerlo en tierra me valiera harto más que en la mar. Al fin, del extremo atún, subí mi nombre a su señoría, a pesar de gallegos. (222-223)
Llegados a este extremo, ya casi en las postrimerías del apólogo, la Segunda parte se sirve a discreción de las lecciones del escudero sobre el modo de servir para explicar el comportamiento de Lázaro38, quien, tras unos prometedores comienzos, se decanta finalmente por reproducir los comportamientos despóticos y corruptos observados en sus predecesores39. Degradación moral y ascenso social, una vez más, se dan la mano en el desenlace de la aventura submarina, que corre en paralelo al tratado VII del Lazarillo en sus aspectos fundamentales:
Desta manera se estaba mi señoría triunfando la vida, y con mi buena y nueva Luna muy bien casado, y muy mejor con mi rey, y no descuidándome de su servicio, pensando siempre cómo le daría placer y provecho, pues le debía tanto; y con esto, en ningún tiempo y lugar lo veía que no se lo alegasse, fuesse como fuesse, y diesse do diesse, guardándome mucho de no decirle cosa que le diesse pena y enojo, teniendo siempre ante mis ojos lo poco que privan ni valen con señores los que dicen las verdades. (223)
A partir de estas premisas, propias de un discreto privado que ha disociado en sus tareas de gobierno lo útil y lo honesto, Lázaro se entrega a una política fiscal determinada por la codicia y el provecho propio que complementa con el rescate de los tesoros que acabaron en el fondo del mar. Como en pocos pasajes, se percibe en este la mirada irónica del autor, que se proyecta sobre la figura de Lázaro-atún para dejar constancia de la ridícula esterilidad de sus afanes, pues, debido a su naturaleza pisciforme, no puede disfrutar de las riquezas atesoradas:
Reíase mucho el rey de que me veía holgar y revolcar sobre aquellos doblones, y preguntábame que para qué era aquella nonada, pues ni era para comer ni traer. Dixe yo entre mí: «Si tú lo conociesses como yo, no preguntarías esso». Respondíale que los quería para contadores, y con esto se satisfacía. (229)
Una vez situado en la cumbre de toda buena fortuna –esta vez bajo las aguas– y alcanzada la estabilidad, Lázaro desea aprovecharse de aquellos bienes para el casamiento de su hija, recuperando así el propósito que lo movió a partir de Toledo. Encerrado sin embargo en un cuerpo de pez, no logra comunicarse, para su desgracia, con las naos que vienen de levante y todo esfuerzo propio se antoja inútil para escapar de aquella encrucijada. En este punto la Segunda parte de Lazarillo de Tormes da un giro inesperado y crucial para su desenlace a la altura del capítulo XV, momento en que nuestro insigne privado se topa con la figura alegórica de la Verdad, hija de Dios, que ha bajado del cielo para aprovechar a los hombres (y al propio Lázaro). En el mundo estuvo, pero los hombres (y en particular, los poderosos) no la recibieron, de modo que «por verse con tan poco favor» se ha retraído «a una roca en la mar» (231), donde la encuentra Lázaro. Por segunda vez en el relato, por tanto, la Providencia divina sale al paso de nuestro personaje para auxiliarlo en su carrera de vivir y procurar su salvación. Si con su transformación en pez lo libró de la muerte corporal, con esta segunda intervención trata de evitar su muerte espiritual, a la que estaba abocado por sus muchos pecados y esa engañosa vida que mantenía a la sombra del rey. Así pues –dice Lázaro– «contóme cosas maravillosas que había passado con todos géneros de gentes, lo cual, si a Vuestra Merced hubiesse de escrebir, sería largo y fuera de lo que toca a mis trabajos» (231). A pesar de la parquedad de sus palabras, podemos deducir sin excesiva dificultad que le fue transmitido entonces un conocimiento experiencial del mundo –sin duda de carácter moralizante–, a través del cual Lázaro podía adquirir conciencia de su propia degradación y ponerse en camino hacia una nueva vida, que narrativamente quedará simbolizada –poco más adelante– a través de la progresiva recuperación de su apariencia humana, ya de regreso a la tierra40. Completada, pues, la formación de Lázaro con este coloquio y abierta la posibilidad de conducir al personaje por otros derroteros, el anónimo autor llevó el apólogo vertiginosamente hacia su desenlace, pues Lázaro no tarda en ser apresado por unos pescadores en el estrecho de Gibraltar, motivo con el que se inicia su segunda y última metamorfosis, que solo culminará en Toledo con la recuperación completa de su antigua fisonomía.
Clausurado, pues, el apólogo, el objetivo vital de Lázaro pasa a ser el regreso a casa y la restauración de la situación de partida, esto es, esa desahogada bonanza en que se hallaba antes de su participación en la empresa de Argel. Tras acceder a la ciudad imperial no sin dificultades, solo logra el reconocimiento de los suyos tras una tercera intervención de la Providencia, que por medio de la Verdad le amonesta en sueños acerca de su endémica falsedad y falta de enmienda41. Por eso –le aclara– has sido castigado por la divina justicia, de manera que «en tu tierra y en tu casa no halles conocimiento» y te veas «puesto como malhechor a cuestión de tormento» (247). Una vez más, sin embargo, como beneficiario de la misericordia infinita de Dios y a pesar de su pertinacia –le informa– «Mañana vendrá tu mujer y saldrás de aquí con honra, y de hoy más haz libro nuevo» (247). A través de este postrero don de la gracia, por consiguiente, Lázaro, tras realizar un sincero acto de contrición, vuelve a su primitivo ser, es reconocido por Elvira, su mujer, y termina el capítulo XVII bajo una aparente regeneración moral de su persona, que queda simbolizada mediante su transformación de nuevo en Lázaro. Este podría ser el final de un relato de intención moralizante en el que el protagonista narrase su extraordinario caso de conversión en verdadero Hombre, cuya metamorfosis interior sería, pues, a la postre, el fruto más trascendente y provechoso de aquel maravilloso viaje de conocimiento a las profundidades marinas –compendio y cifra de un mundo cruel y despiadado–, de donde habría sido rescatado y puesto en camino hacia la salvación por medio de la Verdad, agente de la Providencia divina42. Así lo ha pensado no sin argumentos parte de la crítica, que asociaría el añadido del capítulo XVIII a una presunta reducción del XV –sospechosamente breve–, aquel en que la Verdad se aparecía a Lázaro para darle cuenta (quizás muy por extenso en la primera redacción) del estado del mundo43. La narración, sin embargo, prosigue con ese dudoso capítulo XVIII en el que se desvanece la supuesta conversión del protagonista, quien sale de su casa sin una aparente razón de peso: «quíseme salir de allí do estaba por ver a España y solearme un poco, pues estaba harto del sombrío del agua» (248). Sea como fuere, pronto da con sus pies en Salamanca, su tierra natal, con intención «de engañar alguno de aquellos abades o mantilargos que se llaman hombres de licencia» (248). Se trataba ahora, pues, de ridiculizar el mundo académico de la época –dominado por las disputas escolásticas, las enseñanzas vacuas y las falsas apariencias– y de ponderar, en cambio, aquella otra sabiduría práctica aprendida por el protagonista al calor de su peripecia vital. Y a fe que no tarda en llegar la ocasión propicia para ello: tras exhibir su elocuencia delante de algunos estudiantes, Lázaro es invitado a defender unas conclusiones delante de toda la universidad. Será allí donde, en un absurdo combate dialéctico, dé muestras de su ingenio y del fruto de su conocimiento experiencial ante las ridículas preguntas de su oponente, el mismísimo rector de Salamanca, quien es derrotado y desacreditado ante los ojos de todos44. Lázaro ve así cumplido el deseo de alabanza y honra, pues queda consagrado como maestro en el campo de las letras con este clamoroso triunfo. Por su sabiduría y elocuencia, en fin, se ve alzado de nuevo, al cierre de esta segunda epístola, a la cumbre de toda buena fortuna, cuando es reconocido y aclamado a orillas del Tormes antes de volver a casa:
Prometo a Vuestra Merced que hubo de callar el bueno del rector y dexar lo demás para los otros; pero, cuando le vieron como corrido, no hubo quien osasse ponerse en ello, antes todos callaron y dieron por muy excelentes mis respuestas. Nunca me vi entre los hombres tan honrado, ni tan «señor acá, y señor acullá». La honra de Lázaro de día en día iba acrecentando; en parte la agradesco a las ropas que me dio el buen duque, que si no fuera por ellas, no hicieran más caso de mí aquellos diablos de haldilargos, que hacía yo de los atunes, aunque dissimulaba. Todos venían para mí: unos, dándome el parabién de mis respuestas; otros, holgándose de verme y oírme hablar. Habiendo visto mi habilidad tan grande, el nombre de Lázaro estaba en la boca de todos, y iba por toda la ciudad con mayor zumbido que entre los atunes. (256-257)
Este final alternativo, aunque resulta contradictorio con respecto a la clausura ‘moral’ del capítulo XVII –pues Lázaro vuelve a tropezar con la mentira–, resulta sin embargo coherente si se considera que, junto al propósito de ascenso social –colmado bajo las aguas con el ejercicio de la privanza–, Lázaro albergaba desde el prólogo de la primera entrega la esperanza de consagrarse en el ámbito de la sabiduría y de las letras45. Con este broche, por tanto, el afán de medro y el deseo de alabanza y honra –que alentaron la vida y la escritura de Lázaro desde su primera epístola– quedaban plenamente satisfechos46. El episodio concerniente a «la ida de Argel» podía ya cerrarse. «Lo demás, con el tiempo, lo sabrá Vuestra Merced, quedando muy a su servicio Lázaro de Tormes» (259).
Una vez concluido el recorrido por la Segunda parte de Lazarillo de Tormes se hace posible extraer ya algunas conclusiones que se deducen de una nueva lectura de la obra desde los estudios sobre la Corte. En primer lugar, en lo concerniente al Lazarillo original, parece evidente que, dadas las decisiones adoptadas por el continuador antuerpiense, este consideró imprescindible para prolongar cabalmente la saga no tanto incidir en la ilusión verista –tal y como sería característico del género del Guzmán de Alfarache en adelante– como reproducir en clave simbólica y alegórica el itinerario vital trazado en la primera carta-novela. La continuidad no se habría debido, pues, al mantenimiento de una estética realista o a la reproducción de unos procedimientos formales que asegurasen la verosimilitud del relato, sino a la preservación del andamiaje semántico que, de manera velada, articulaba la epopeya del pregonero, esto es, su extraordinaria historia de ascenso social. Esto significaba: a) la narración autobiográfica de un caso de supervivencia y medro; b) su ambientación en un universo ficcional problemático y conflictivo inspirado en la realidad contemporánea; c) la proyección sobre dicho marco de una mirada crítica que canalizase la sátira política y social; d) la incidencia de este contexto en el crecimiento y maduración del personaje; e) la asunción por parte del protagonista de una forma de comportamiento adaptativa al medio basado en la prudencia y la discreción; f) su consecuente triunfo en el seno de la sociedad cortesana mediante la obtención de un oficio real; y g) la inevitable degradación moral de quien debía pagar con el precio de su honra su incorporación a tan altas esferas.
Todo ello, en fin, se encontraba presente en el apólogo submarino, que remataba el camino ascensional de Lázaro de Tormes –de pregonero a privado del rey de los atunes– a través de una narración fantástica donde muchos de los elementos sugeridos en la primera entrega quedaban ahora explicitados y amplificados, como sucedía con el recurso al relato de transformaciones o con la proliferación de los pasajes críticos y satíricos que hallaban su fuente de inspiración en Luciano y Apuleyo. A la luz de la deriva tomada por el segundo autor, en consecuencia, no cabe duda de cuál fue su lectura del primer Lazarillo: lo entendió ante todo como el relato falaz de un pregonero que recreaba su extraordinario caso de ascenso social para elaborar ante Vuestra Merced (y los lectores) un complaciente autorretrato en el que se tamizaba, dentro de lo posible, su deshonroso estado, mientras se ponderaba, en cambio, su triunfo como oficial de la Corona y como elocuente escritor y experimentado conocedor del mundo47. De ahí que todo aquello se magnificase e hiciese más evidente en la Segunda parte, que revela cuál pudo ser la lectura predominante en la época. El célebre ménage à trois, como se aprecia, apenas tuvo repercusión –desde esta perspectiva– sobre la configuración interna del segundo Lazarillo y, más allá de su carácter anecdótico a la hora de sazonar el tramo final de la autobiografía, tampoco parece que fuese identificado con el caso por el que Vuestra Merced pregunta, aquel que habría propiciado la redacción de la primera epístola y la asunción por parte del narrador de una determinada estrategia enunciativa48.
El apólogo de los atunes, de cualquier manera, quedaba integrado en un marco verista que condicionaba decisivamente el significado de aquella memorable aventura subacuática, pues esta representaba entre otras muchas cosas –no lo olvidemos– un viaje de conocimiento que propiciaba en sus postrimerías el encuentro con la Verdad, personaje alegórico que abría al pregonero la posibilidad de iniciar una nueva vida una vez transformado –ahora ya sí– en verdadero hombre. Por este camino, la Segunda parte adquiría tintes de relato moral, pues la restauración de la dignidad del protagonista –la recuperación de su naturaleza caída– podía ser interpretada, a la finalización del capítulo XVII, en sentido inverso al desenlace del primer Lazarillo, donde se dibujaba una trayectoria descendente en el orden moral que culminaba –literalmente– con el triunfo del mundo y la destrucción del individuo. El capítulo XVIII, sin embargo, reorientaba el sentido de esta temprana secuela, pues con la estancia de Lázaro en Salamanca se desvanecía la ilusión de una auténtica conversión, mientras emergía de nuevo el jactancioso pícaro que, mediante la mentira y el ingenio, era capaz de derrotar al mismísimo rector de la universidad gracias a su dilatada experiencia. Con ello colmaba también sus aspiraciones de alabanza y honra en el ámbito intelectual y literario, completando y acrecentando así –en paralelo al primer Lazarillo– el triunfo social alcanzado en el reino de los atunes por medio del oficio real y la privanza.
A la vista de todo lo anterior, por consiguiente, no es extraño que la Segunda parte de Lazarillo de Tormes vinculase esta nueva especie literaria a otras modalidades propias del discurso cortesano, como los tratados de cortesanía, los libros de avisos o la sátira anticortesana, que ayudaron sin duda a través de su cosmovisión y su aparato conceptual a la configuración del universo ficcional dibujado en la novela. Al fin y al cabo se trataba de recrear la historia de un hombre humilde que, sin recursos ni virtudes, pugnaba por alcanzar –por una vía alternativa, la vía picaresca– los mismos objetivos vitales que el gentil cortesano renacentista, esto es, servir a la Corona mediante la obtención de un oficio real y cosechar en la escena pública la alabanza y el reconocimiento de los otros49. De ahí que parezca oportuno, para avanzar en el conocimiento del género picaresco, estudiar con mayor detenimiento su relación con esta tradición discursiva, que los lectores y libreros de la época vislumbraron ya con claridad, tal y como acredita, por ejemplo, la reiterada publicación del Lazarillo castigado en compañía del Galateo español de Lucas Gracián Dantisco, o la utilización de este mismo tratado como fuente de inspiración del célebre «arancel de necedades» contenido en la segunda parte del Guzmán de Alfarache (1604). Con el clamoroso éxito de la obra de Mateo Alemán quedaría definitivamente configurado el género picaresco, que se encaminaría a través de la ilusión verista –como es bien sabido– por unos derroteros muy diferentes a los escogidos por el segundo Lazarillo antuerpiense en la encrucijada cultural de 1555. Este, sin embargo, a pesar de su limitada difusión y controvertida calidad literaria, dejaría honda huella en la historia del Pícaro, pues su viaje de ida y vuelta a tierras españolas, su conversión final o su querencia a la crítica social y la digresión moralizante probablemente no habrían sido iguales sin el concurso de esta reveladora y sugerente secuela submarina50.
Notes
- Acerca de la difusión impresa de la Segunda parte de Lazarillo de Tormes, véanse las páginas dedicadas a la continuación antuerpiense por Alberto Martino, Il Lazarillo de Tormes e la sua ricezione in Europa (1554-1753), Pisa-Roma, Istituti Editoriali e Poligrafici Internazionali, 1999, v. I, p. 555-570.
- El contexto político, religioso y cultural que vio nacer la Segunda parte de Lazarillo de Tormes puede conocerse a través de Eduardo Torres Corominas, «Hacia un tiempo nuevo: fortunas y adversidades de una Monarquía en transición (1550-1560)», Diablotexto Digital, 9, 2021, p. 40-110.
- Sobre la configuración del género picaresco y la evolución del modelo lazarillesco pueden consultarse los trabajos de Marina Scordilis Brownlee («Generic Expansion and Generic Subversion: The Two Continuations of Lazarillo de Tormes», Philological Quarterly, 61, 1982, p. 317-327); Alfonso Rey («El género picaresco y la novela», Bulletin Hispanique, 89, 1987, p. 85-117); Fernando Cabo Aseguinolaza (El concepto de género y la literatura picaresca, Santiago de Compostela, Universidad de Santiago, 1992); Klaus Meyer-Minnemann y Sabine Schlickers («¿Es el Lazarillo de Tormes una novela picaresca? Genericidad y evolución del género en las versiones, continuaciones y transformaciones de La vida de Lazarillo de Tormes desde las ediciones de 1554 hasta la refundición de 1620 por Juan de Luna», en K. Meyer-Minnemann y S. Schlickers (ed.), La novela picaresca. Concepto genérico y evolución del género (siglos XVI y XVII), Madrid/Universidad de Navarra, Iberoamericana/Vervuert, 2008, p. 40-75); Philippe Rabaté («Las vidas de Lazarillo de Tormes. Fortunas y adversidades de un modelo», en D. Álvarez Roblin y O. Biaggini (ed.), La escritura inacabada. Continuaciones literarias y creación en España. Siglos XIII a XVII, Madrid, Casa de Velázquez, 2017, p. 205-223) y Valentín Núñez Rivera («El libro del pícaro: vida, escritura y conciencia genérica», en V. Núñez Rivera y R. Díaz Rosales (ed.), Vidas de papel. Escrituras biográficas en la Edad Moderna, Huelva, Universidad de Huelva, 2018, p. 57-82).
- Como defiende Ana Vian («La Segunda parte de Lazarillo de Tormes (Amberes 1555) como literatura cíclica», en A. Rodríguez López-Vázquez y A. Rodríguez López-Abadía (ed.), El Lazarillo de Tormes y sus continuadores, Berlín, Peter Lang, 2021, p. 44), para el análisis de la Segunda parte de Lazarillo de Tormes se antoja decisiva la adopción de una nueva perspectiva crítica que, al margen de cualquier juicio de valor, ayude a comprender la obra en tanto que «literatura cíclica». Conforme a sus postulados, el texto que nos ocupa habría de ser interpretado a la luz de su modelo, pues, a partir de su lectura particular (como «comentarista implícito»), el segundo autor habría procedido a la toma de decisiones. Si, por una parte, habría tratado de preservar en su propuesta lo esencial del primer Lazarillo, esto es, aquello que –conforme a su criterio– consideraba imprescindible para mantener la identidad del relato; por otra, habría actuado con mayor libertad en otros campos con el fin de enriquecer la forma heredada a través de ciertas innovaciones en las que se cifraba su propia singularidad estética e ideológica.
- El modo en qué el segundo autor leyó e interpretó el Lazarillo original para darle continuidad ha recibido atención particular en Pedro M. Piñero («La “Segunda parte” antuerpiense: a la sombra del “Lazarillo” original», en Segunda parte del Lazarillo (Anónimo, edición de Amberes, 1555 y Juan de Luna, edición de París, 1620), Madrid, Cátedra, 1988, p. 33-37 y «La Segunda parte del Lazarillo (1555). Suma de estímulos diversos o los comienzos desconcertados de un género nuevo», Criticón, 120-121, 2014, p. 189-190); Valentín Núñez Rivera («Claves para el segundo Lazarillo, 1555. El continuador anónimo interpreta su modelo», Bulletin Hispanique, 105-2, 2003, p. 333-369); José Antonio Calzón García («Lázaro lee el Lazarillo: Algunas reflexiones atunescas sobre la recepción inmediata del texto», Archivum, 69, 2019, p. 43-83) y A. Vian («El Diálogo de las transformaciones…», 2021, p. 41-70).
- Véanse al respecto las observaciones de V. Núñez Rivera, «Claves para el segundo Lazarillo…», p. 337.
- Desde este punto señalo siempre las páginas de la edición de Francisco Rico (Lazarillo de Tormes, Madrid, Real Academia Española, 2011).
- Acerca de la proyección sobre el apólogo de los atunes (de naturaleza fantástica) del anuncio formulado en el prólogo del original han reflexionado en diversos trabajos V. Núñez Rivera («Claves para el segundo Lazarillo…», p. 339; «Atisbos lucianescos en los Lazarillos», en E. Canonica et al., Sátira menipea y renovación narrativa: del lucianismo a Don Quijote, Burdeos-Córdoba, Presses Universitaires de Bordeaux-Universidad de Córdoba, 2016, p. 183 y «Reformulando el Lazarillo. Relato de transformaciones y literatura sapiencial en la Segunda parte (1555)», Diablotexto Digital, 9, 2021, p. 329) y Pedro M. Piñero («La Segunda parte del Lazarillo…», p. 183-184).
- Los elementos narrativos en los que se cifra la reconfiguración de la Segunda parte de Lazarillo de Tormes (autobiografía selectiva, nuevo caso de transformación, narratario individual y colectivo, estructura abierta, tendencia al hibridismo e incorporación al eje argumental de ejemplos, fábulas, apólogos, sentencias, sermones y relatos de naturaleza diversa) fueron analizados por Alfonso Rey («El género picaresco», p. 88-93) y P. M. Piñero («La Segunda parte del Lazarillo…», p. 183-187).
- La influencia de Apuleyo y Luciano en los orígenes de los dos Lazarillos y, en general, de la novela picaresca ha sido estudiada por numerosos especialistas como Kenneth Brown («Transformaciones o metamorfosis en el Lazarillo», Revista de Literatura, t. XLVII, 94, 1985, p. 51-63); Marie-Sol Ortolá («Metamorphosis and ritual subversion in the anonymous continuation of the Lazarillo of 1555», Sociocriticism, 5, 1989, p. 83-106); A. Vian («El Diálogo de las transformaciones de Pitágoras, la tradición satírica menipea y los orígenes de la picaresca: confluencia de estímulos narrativos en la España renacentista», en J. Canavaggio (ed.), La Invención de la Novela, Madrid, Casa de Velázquez, 1999, p. 117-141 y «La Segunda parte de Lazarillo…», p. 64-66); Carlos García Gual («Novelas de metamorfosis. Apuleyo y Luciano y sus ecos hispánicos del siglo XVI», en F. Escobar et al. (ed.), La metamorfosis de un inquisidor: el humanista Diego López de Cortegana (1455-1524), Huelva-Sevilla, Universidad de Huelva-Universidad de Sevilla, 2012, p. 255-270); P. M. Piñero («La Segunda parte del Lazarillo», p. 176-183) y V. Núñez Rivera («Claves para el segundo Lazarillo…», p. 338-339; «De Lucio a Lázaro», en F. Escobar et al. (ed.). La metamorfosis de un inquisidor: el humanista Diego López de Cortegana (1455-1524), Huelva-Sevilla, Universidad de Huelva-Universidad de Sevilla, 2012, p. 213-233; «Atisbos lucianescos…» y «Reformulando el Lazarillo»).
- La estructura general de la Segunda parte de Lazarillo de Tormes (como viaje de ida y vuelta a casa tras un largo periplo por el Mediterráneo), así como la presencia de numerosos elementos y motivos (la navegación como fuente de aventuras, el protagonista como homo viator, el narrador como testigo de episodios extraordinarios, el uso del ingenio para la superación de pruebas, el descenso a los infiernos, el regreso al mundo tras la adquisición de conocimientos, el auxilio de una diosa benigna, la trabajosa agnición del héroe o la operatividad de los sueños) hunden sus raíces en la épica clásica y, en particular, en la Odisea homérica, tal y como han explicado P. M. Piñero («La Segunda parte del Lazarillo…», p. 190-195); V. Núñez Rivera («Reformulando el Lazarillo…») y Juan Ramón Muñoz Sánchez («El polytropos Odiseo en la literatura española áurea», Etiópicas: Revista de Letras Renacentistas, 19, 2023, p. 83, 99 y 110-111).
- Así lo piensa Pedro M. Piñero («Lázaro de Tormes (el original y el de los atunes), caballero en clave paródica», Bulletin Hispanique, 96-1, 1994, p. 133-151 y «La Segunda parte del Lazarillo…», p. 87-189).
- La suma de estímulos literarios que confluyeron en la génesis de la Segunda parte antuerpiense ha sido repasada por Pedro M. Piñero («La “Segunda parte” antuerpiense…», p. 63-66 y «La Segunda parte del Lazarillo…»).
- La relación trabada entre la literatura picaresca y la realidad contemporánea fue analizada, desde la historia social, por José Antonio Maravall (La literatura picaresca desde la historia social: siglos XVI y XVII, Madrid, Taurus, 1986), quien describió con penetrancia muchas de las categorías mentales y sociales que incidieron de manera efectiva sobre el universo de ficción. Para el presente trabajo resulta de gran interés el capítulo VIII, «La aspiración personal de medro como fenómeno social» (p. 350-411), donde se ocupa específicamente del Lazarillo de Tormes (p. 372-375).
- Lázaro confiesa, en la primera parte del prólogo del original, que quienes escriben no lo hacen «sin trabajo, y quieren, ya que lo pasan, ser recompensados, no con dineros, mas con que vean y lean sus obras y, si hay de qué, se las alaben» (3-4). Este deseo de alabanza y honra, compartido con el soldado, el clérigo y el cortesano –tal y como el mismo pregonero declara–, era moneda común en la sociedad política del Antiguo Régimen y constituía el móvil de no pocas acciones humanas. Internamente, este anhelo de reconocimiento y celebridad justifica en el primer Lazarillo la difusión pública de la carta y la irrupción de Lázaro como autor literario, tal y como señaló Francisco Rico («Para el prólogo del Lazarillo: el deseo de alabanza» (1976), en Problemas del Lazarillo, Madrid, Cátedra, 1988b, p. 58-59). Con lucidez, Valentín Núñez Rivera (Razones retóricas para el Lazarillo. Teoría y práctica de la paradoja, Madrid, Biblioteca Nueva, 2002, p. 26-40) entendió que el deseo de alabanza no quedaba restringido al Lázaro escritor, sino que se extendía al Lázaro personaje protagonista, quien exhibía orgulloso ante los lectores su recorrido hasta la «cumbre de toda buena fortuna». El lector avisado, sin embargo, a la luz de su deshonrosa situación final, podría dudar de sus merecimientos personales y equipararlo a ese fraudulento justador –el cortesano– que, fruto de la adulación, recibía un halago tan inconsistente como inoportuno (ibid., p. 35).
- Resumo en estas líneas la interpretación general del Lazarillo de Tormes ofrecida en Eduardo Torres Corominas, «“Un oficio real”: el Lazarillo de Tormes en la escena de la Corte», Criticón, 113, 2011, p. 85-118.
- Los objetivos vitales del cortesano renacentista, ser favorecido por el príncipe y alabado por los otros, quedaron explicitados en un memorable pasaje de la obra de Castiglione: «Así que, señor, vos me mandáis que yo escriba cuál sea (a mi parecer) la forma de cortesanía más convenible a un gentil cortesano que ande en una corte para que pueda y sepa perfetamente servir a un príncipe en toda cosa puesta en razón, de tal manera que sea dél favorecido y de los otros loado, y que, en fin, merezca ser llamado perfeto cortesano, así que cosa ninguna no le falte» (Baldassare Castiglione, El cortesano, trad. J. Boscán, ed. M. Pozzi, Madrid, Cátedra, 2003, p. 101).
- Para comprender la forja de nuestro Lázaro-atún resultan esenciales las disquisiciones de Consolación Baranda («De “Celestinas”: problemas metodológicos», Celestinesca, 16-2, 1992, p. 9), aplicadas por A. Vian («La Segunda parte de Lazarillo», p. 47) al caso del segundo Lazarillo: «Basta con que el personaje del modelo del que se ha apropiado el continuador […] convenza al lector de que es el mismo (con rasgos físicos o psicológicos, objetos, coordenadas de espacio o de tiempo, progresos de la acción o nuevos episodios que coronan acciones previas del antecedente, etc.)».
- Cito desde ahora siempre por la edición de Pedro M. Piñero (Segunda parte del Lazarillo (Anónimo, edición de Amberes, 1555 y Juan de Luna, edición de París, 1620), Madrid, Cátedra, 1988).
- Diversos críticos han ensayado una interpretación simbólica del apólogo de los atunes, las más veces en clave religiosa. Entre ellos: Charles Aubrun («La dispute de l’eau et du vin», Bulletin Hispanique, 68, 1956, p. 453-456); Marcel Bataillon (Novedad y fecundidad del «Lazarillo de Tormes», Salamanca, Anaya, 1968); Stephan Máximo Saludo (Misteriosas andanzas atunescas de «Lázaro de Tormes», descifradas de los seudo-jeroglíficos del Renacimiento, San Sebastián, Izarra, 1969); Pedro Ruiz Pérez («La aventura submarina en la narrativa barroca. Las continuaciones del Lazarillo», en M. Peláez del Rosal (ed.), El Barroco en Andalucía, VII, Córdoba, Universidad de Córdoba, 1987, p. 213-232) y Manuel Ferrer-Chivite («Introducción», en La Segunda Parte de Lazarillo de Tormes: y de sus fortunas y adversidades (1555), Madison, The Hispanic Seminary of Medieval Studies, 1993).
- Sobre la extrañeza padecida por Lázaro en su nuevo estado y su vinculación con la sensibilidad conversa ha reflexionado Or Hasson, «Hacia una lectura de la conversión en la Segunda Parte del Lazarillo (Amberes, 1555)», eHumanista / Conversos, 2, 2014, p. 94-106.
- V. Núñez Rivera («Claves para el segundo Lazarillo…»), en un artículo fundamental, ya advirtió sobre la existencia de una sutil red de referencias y suturas semánticas entre los dos Lazarillos que trababan ambas obras, aunque en apariencia respondiesen a estéticas tan diferentes.
- La libertad compositiva que se derivaba del traslado de Lázaro a un mundo imaginario fue ya señalada por Núñez Rivera (ibid., p. 368).
- La relación de algunos de estos motivos, como el combate singular, con la tradición caballeresca fue defendida por Pedro M. Piñero («Lázaro de Tormes (el original y el de los atunes)…»).
- El autor de la Segunda parte de 1555 prolonga de este modo una tendencia observada ya en las interpolaciones de la edición alcalaína del Lazarillo, donde los añadidos tendían a explicitar aquello que en el original se presentaba tamizado por la ambigüedad, como los cuernos del propio Lázaro. Este procedimiento, analizado por V. Núñez Rivera («Claves para el segundo Lazarillo…», p. 340) y P. M. Piñero («La Segunda parte del Lazarillo…», p. 189-190), no resultaba, en todo caso, excepcional, pues, como explica A. Vian («La Segunda parte de Lazarillo», p. 55-56), era habitual en las continuaciones el propósito aclaratorio. De ahí que tendiesen a amplificar, extender o enfatizar aquello que se ofrecía en su modelo apenas sugerido o en estado germinal.
- La posibilidad de que se tratase de un relato anticortesano fue ya planteada por Richard E. Zwez (Hacia la revalorización de la Segunda Parte del Lazarillo, Valencia, Albatros, 1970) y Pedro M. Piñero («Lázaro cortesano (segunda parte del Lazarillo, Amberes, 1555, capítulos XIII-XIV)», Bulletin Hispanique, 92-1, 1990a, p. 591-607). Rosa Navarro Durán (Tres personajes satíricos en busca de su autor. Lázaro de Tormes, el atún Lázaro y Caronte en su diálogo con Pedro Luis Farnesio, Valladolid, Universidad de Valladolid, 2011, p. 69-125), en la misma línea, incluso barajó la opción de que se tratase de una novela en clave con un complejo trasfondo político.
- Esta misma idea –tan solo sugerida en el primer Lazarillo– es expresada con toda claridad por Lázaro-atún en el capítulo X de la Segunda parte al reflexionar sobre los criados de don Paver: «Y todos ellos desseaban haber hecho en él lo que nosotros hecimos en ellos: cosa muy acaecedera, que cuando el señor es malo, los criados procuran serlo con él, y al revés, cuando el señor es piadoso, manso y bueno, los criados le procuran imitar, ser buenos y virtuosos, y amigos de justicia y paz, sin las cuales dos cosas no se puede el mundo sustentar» (194-195).
- El funcionamiento interno de la sociedad cortesana –el sistema de la gracia, el afán de medro, la lógica del servicio-merced, etc.– puede conocerse a través de los trabajos de Antonio Álvarez-Ossorio («Corte y cortesanos en la Monarquía de España», en G. Patrizi y A. Quondam (ed.), Educare il corpo educare la parola nella trattatistica del Rinascimento, Roma, Bulzoni, 1998, p. 297-365; «Rango y apariencia: el decoro y la quiebra de la distinción en Castilla (siglos XVI-XVIII)», Revista de historia moderna: Anales de la Universidad de Alicante, 17, 1998-1999, p. 263-278; «El arte de medrar en la corte: rey, nobleza y el código del honor», en Familias, poderosos y oligarquías, Murcia, Universidad de Murcia, 2001, p. 39-60 y «Las esferas de la Corte: príncipe, nobleza y mudanza en la jerarquía», en F. Chacón Jiménez y N. Gonçalo Monteiro, Poder y movilidad social: cortesanos, religiosos y oligarquías en la península Ibérica (siglos XV-XIX), Madrid, CSIC, 2006, p. 129-180).
- Como explica María del Rosario Martínez Navarro («La corte como mare malorum: tradición y fuentes para un tópico renacentista», en S. Boadas, F. E. Chávez y D. García Vicens (ed.), La tinta en la clepsidra: fuentes, historia y tradición en la literatura hispánica, Barcelona, PPU, 2012, p. 35-50), la recreación en el apólogo de los atunes de aquella despiadada sociedad cortesana debe relacionarse con la visión de la Corte como mare malorun, que era ya lugar común en la literatura anticortesana del período. Por eso cabe la posibilidad de que este tópico renacentista hubiese favorecido la traslación alegórica del universo áulico en que se desenvuelve Lázaro de Tormes a las profundidades marinas.
- Estas digresiones de carácter satírico, didáctico o moral, propias de un narrador culto que examina con ojo crítico la realidad circundante, fueron consideradas por Alfonso Rey («El género picaresco…», p. 89) como una de las principales novedades de esta Segunda parte con respecto al primer Lazarillo. Con el Guzmán de Alfarache este procedimiento discursivo quedaría definitivamente asentado y, en adelante, constituiría un elemento recurrente del género picaresco. Sobre el particular, véanse también los trabajos de Gonzalo Sobejano («De la intención y valor del Guzmán de Alfarache» (1959), en Forma literaria y sensibilidad social, Madrid, Gredos, 1967, p. 9-66); Claudio Guillén («Luis Sánchez, Ginés de Pasamonte y el descubrimiento del género picaresco» (1966), en El primer Siglo de Oro. Estudios sobre géneros y modelos, Barcelona, Crítica, 1988, p. 197-211); Fernando Cabo Aseguinolaza («El concepto de género…»); Klaus Meyer-Minnemann y Sabine Schlickers («¿Es el Lazarillo de Tormes una novela picaresca?…») y Valentín Núñez Rivera (Cervantes y los géneros de la ficción, Madrid, Sial, 2015, p. 142-143).
- Al igual que en el Lazarillo original, en la continuación antuerpiense de 1555 se advierte la presencia de un narratario individual (ese Vuestra Merced que es ahora mero receptor de noticias) y un narratario colectivo al que Lázaro se dirige explícitamente, por ejemplo, cuando reflexiona sobre ciertos pasajes críticos o satíricos del apólogo: «consuélense los que en la tierra se quexan de señores…» (163). Así lo explica Alfonso Rey («El género picaresco…», p. 91-92).
- Muchos de estos aspectos merecieron la atención de P. M. Piñero («Lázaro cortesano…»), quien los interpreta como parte de la sátira anticortesana que permea toda la obra. Por eso, sitúa con acierto la Segunda parte de Lazarillo de Tormes en la línea del menosprecio de corte, cultivado abundantemente por autores (antiguos y modernos) muy leídos en la época, como Luciano de Samósata (De los que viven a sueldo), Enea Silvio Piccolomini (De las miserias de los cortesanos), fray Antonio de Guevara (Menosprecio de corte y alabanza de aldea) o los humanistas críticos, entre los que destacan Erasmo y sus seguidores (El Crotalón), Juan Luis Vives, Torres Naharro, los Valdés, Gil Vicente y el propio autor del Lazarillo original (ibid., p. 598-602).
- Sobre la configuración de la sociedad cortesana y su relación con el avance del proceso civilizatorio en Occidente, véanse las obras clásicas de Norbert Elías (El proceso de la civilización: investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, trad. R. García Cotarelo, México, Fondo de Cultura Económica, 1987 y La sociedad cortesana, trad. G. Hirata, Madrid-México, Fondo de Cultura Económica, 1993).
- Acerca de la utilización de la filosofía moral clásica para la configuración del moderno gentiluomo, ese hombre de mundo que procuraba la perfección moral y estética para moverse con desenvoltura en el universo áulico y hacerse merecedor de la gracia real, véanse las obras de Amedeo Quondam (Forma del vivere: l’etica del gentiluomo e i moralisti italiani. Bologna, Il Mulino, 2010 y El discurso cortesano, ed. E. Torres Corominas, Madrid, Ediciones Polifemo, 2013).
- El vínculo entre las enseñanzas del escudero y las principales obras del discurso cortesano renacentista ha recibido tratamiento particular en Eduardo Torres Corominas, «El Lazarillo y el escudero: varia lección de filosofía cortesana», en A. Bègue y E. Herrán Alonso (coord.), Pictavia aurea. Actas del IX Congreso de la Asociación Internacional «Siglo de Oro», Toulouse, Presses Universitaires du Mirail, «Anejos de Criticón, 19», 2013, p. 685-694.
- Los atributos propios del perfecto cortesano renacentista, conforme a la propuesta de Castiglione, han quedado descritos en Eduardo Torres Corominas, «El cortesano de Castiglione: modelo antropológico y contexto de recepción en la Corte de Carlos V», en J. Martínez Millán y M. Rivero Rodríguez (coord..), Centros de poder italianos en la Monarquía hispánica (siglos XV-XVIII), Madrid, Ediciones Polifemo, 2010, v. II, p. 1183-1234.
- Sobre el tratamiento de la justicia, véanse los comentarios de P. M. Piñero («Lázaro cortesano…», p. 606-607).
- En estos términos expresaba el escudero, en el tratado III del Lazarillo, cómo debía servirse a un gran señor para obtener de este favor y provecho: «yo sabría mentille tan bien como otro y agradalle a las mil maravillas: reílle ya mucho sus donaires y costumbres, aunque no fuesen las mejores de el mundo; nunca decille cosa con que le pesase, aunque mucho le cumpliese; ser muy diligente en su persona en dicho y hecho; no me matar por no hacer bien las cosas que él no había de ver, y ponerme a reñir donde él lo oyese con la gente de servicio, porque pareciese tener gran cuidado de lo que a él tocaba. Si riñese con algún su criado, dar unos puntillos agudos para le encender la ira y que pareciesen en favor del culpado; decirle bien de lo que bien le estuviese y por el contrario ser malicioso mofador, malsinar a los de casa y a los de fuera, pesquisar y procurar de saber vidas ajenas para contárselas, y otras muchas galas de esta calidad que hoy día se usan en palacio y a los señores de él parecen bien, y no quieren ver en sus casas hombres virtuosos, antes los aborrecen y tienen en poco y llaman necios y que no son personas de negocios ni con quien el señor se puede descuidar. Y con éstos los astutos usan, como digo, el día de hoy, de lo que yo usaría, mas no quiere mi ventura que le halle» (64-65).
- Sobre el comportamiento de Lázaro en las altas esferas de la Corte y el ejercicio del poder desde su posición de privado, véanse las reflexiones de P. M. Piñero («Lázaro cortesano…») y Nathalie Peyrebonne («Le Second Lazarillo, réécriture aquatique d’un manuel du courtisan», en F. Delpech (ed.), L’Imaginaire des espaces aquatiques en Espagne et au Portugal, París, Presses Sorbonne Nouvelle, 2009, p. 169-177).
- Los pormenores propios del viaje sapiencial pueden conocerse a través de Marta Haro («El viaje sapiencial en la prosa didáctica castellana de la Edad Media», en R. J. Penny y A. D. Deyermond (ed.), Actas del Primer congreso Anglo-Hispano, Asociación de Hispanistas de Gran Bretaña e Irlanda, Madrid, Castalia, 1993, v. II, p. 59-72) y, aplicados a nuestro caso, por medio de V. Núñez Rivera («Reformulando el Lazarillo…»).
- En su segunda aparición, la Verdad alude a la inconstancia de Lázaro en su propósito de corrección y enmienda: «—Tú, Lázaro, no te quieres castigar: prometiste en la mar de no me apartar de ti, y desque saliste casi nunca más me miraste» (246-247). El pasaje donde se recogería aquella promesa de conversión, sin embargo, no figura en el capítulo XV (tal y como lo conocemos), de manera que el lector ha de inferir su contenido a partir de esta postrera amonestación. Lo mismo sucede con el comienzo del capítulo XVI, donde Lázaro se muestra, tras aquella conversación bajo las aguas, «consolado con estas palabras» (232), sin que el lector sepa a ciencia cierta a qué se refiere, pues aquella reacción no se justifica a la vista de su antecedente (probablemente recortado en la versión impresa por Martín Nucio). La presencia de materiales adicionales en la primera (y más extensa) redacción del coloquio con la Verdad, en consecuencia, explicaría lo sucedido y dotaría de sentido a la secuencia. De todo ello dio cuenta Robert H. Williams, «Notes on the anonymous continuation of Lazarillo de Tormes», The Romanic Review, 16, 1925, p. 223-235.
- Desde esta perspectiva, la extraordinaria transformación que acontece en la Segunda parte de Lazarillo de Tormes no sería sino una alegoría moral compuesta a imagen y semejanza de aquella otra de Lucio en El asno de oro, cuya interpretación simbólica –en clave de metamorfosis interior– fue común en el Siglo de Oro. Así lo acreditan los comentarios sobre el texto de Apuleyo efectuados por Diego López de Cortegana (en el prólogo de su traducción castellana) y Baltasar Gracián (en su Agudeza y arte de ingenio, Discurso LVI), reseñados por Carlos García Gual («Novelas de metamorfosis», p. 260-261). En la misma línea, Juan Gil («Apuleyo en la Sevilla renacentista», Habis, 23, 1992, p. 306) señaló la semejanza existente entre la aparición de la Verdad en la Segunda parte y la «epifanía de Isis» en las postrimerías de la obra clásica.
- La posibilidad de que existiese una primera versión de la Segunda parte de Lazarillo de Tormes (con un capítulo XV más extenso y sin el XVIII) fue defendida, con distintas matizaciones, por R. H. Williams («Notes on the anonymous…»); José Caso González («La génesis del Lazarillo de Tormes», Archivum, 16, 1966, p. 129-155); Manuel Ferrer-Chivite («Introducción», 1993) y Alfredo Rodríguez López-Vázquez («Introducción», en Segunda parte del Lazarillo de Tormes, Madrid, Cátedra, 2014, p. 25-28 y 35-38).
- La disputa con el rector de Salamanca y la ridiculización de los saberes académicos han merecido la atención particular de Pedro M. Piñero («Lázaro entre los doctores o la sátira de los saberes universitarios», Romanistiches Jahrbuch, 41, 1990b, p. 326-339) y V. Núñez Rivera («Claves para el segundo Lazarillo…», p. 363-367; «De Lucio a Lázaro», p. 232; «Atisbos lucianescos en los Lazarillos», p. 185-186 y «Reformulando el Lazarillo…», p. 322-324).
- De hecho, cuando el protagonista regresa a Toledo y acusa allí «gran falta de dinero» (259), se plantea incluso poner escuela para enseñar la lengua atunesa. Pronto abandona la empresa, sin embargo, al pensarlo mejor, pues, «vi que no era cosa de ganancia, porque no aprovechaba algo» (259). Fracasado en su intento de acumular bienes de fortuna, por consiguiente, es el conocimiento experiencial el mayor tesoro que, a la postre, extrae de las aguas. No era cosa menor, en todo caso, para quien fuera en el primer Lazarillo mozo (y aprendiz) de muchos amos, alcanzar la cota de maestro al cierre de la segunda entrega. Así debió de percibirlo Mateo Alemán, quien parece seguir la estela del continuador antuerpiense a la hora de configurar la voz autorizada de Guzmán de Alfarache, verdadero instructor y guía en el arte de vivir para sus lectores.
- Así lo ha explicado V. Núñez Rivera («Claves para el segundo Lazarillo…», p. 365-369 y «Reformulando el Lazarillo…», p. 335-337).
- Frente a la interpretación tradicional sostenida por Francisco Rico («Problemas del Lazarillo» (1966), en Problemas del Lazarillo, Madrid, Cátedra, 1988a, p. 13-32 y La novela picaresca y el punto de vista, Barcelona, Seix Barral, 2000) o Fernando Lázaro Carreter («Lazarillo de Tormes» en la picaresca, Barcelona, Ariel, 1972), quienes consideran que el caso desencadenante de la epístola de Lázaro no sería sino el famoso ménage à trois; otros, a partir de los comentarios de Gonzalo Sobejano («El Coloquio de los perros en la picaresca y otros apuntes», Hispanic Review, 43-1, 1975, p. 25-41), rechazaron tal identificación y prefirieron, con Víctor García de la Concha (Nueva lectura del Lazarillo: el deleite de la perspectiva, Madrid, Castalia, 1981) a la cabeza, vincular el caso con algún aspecto general de su vida, como su extraordinario ascenso social, al modo en que pareció entenderlo también el continuador antuerpiense.
- Véanse al respecto las reflexiones de V. Núñez Rivera («Claves para el segundo Lazarillo…», p. 368-369) y José Antonio Calzón («Lázaro lee el Lazarillo…», p. 62), quienes han incidido en la línea interpretativa establecida por García de la Concha (Nueva lectura del Lazarillo…) sobre el caso a partir de una lectura atenta de la Segunda parte.
- Todos estos aspectos quedaron expuestos muy por extenso en E. Torres Corominas, «“Un oficio real”…».
- Las deudas contraídas por el Guzmán de Alfarache con respecto a la Segunda parte de Lazarillo de Tormes merecieron la atención de A. Rey («El género picaresco…», p. 93-98); P. M. Piñero («Lázaro cortesano…», p. 606-607) y Michel Cavillac («El Guzmán de Alfarache y la Segunda parte antuerpiense del Lazarillo (Amberes, 1555)», en Piñero (ed.), «Dejar hablar a los textos». Homenaje a Francisco Márquez Villanueva, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2005, v. I, p. 523-534).